Los aranceles aumentan el precio de los bienes que provienen
del resto del mundo, haciéndolos menos atractivos para los consumidores
nacionales quienes, presumiblemente, desviarán su consumo hacia bienes
producidos en el interior del país. De esta forma, se fortalecerá la industria
local y el gasto de las familias ya no escapará hacia el exterior. El empleo
crecerá y seremos una economía más fuerte. Esta es la lógica proteccionista.
Sin embargo, la realidad es algo más compleja. El comercio
mundial es intraindustrial, lo que quiere decir que no cambiamos zapatos por
vehículos sino portátiles por «tablets», que son bienes similares. Es más, no
todos los componentes de un producto se desarrollan en un mismo territorio por
lo que la producción de un bien requiere la intervención de un número
significativo de operadores internacionales.
Tampoco resulta sencillo sustituir importaciones a medio
plazo, es decir, lograr que los fabricantes nacionales produzcan aquello que
necesitamos del resto del mundo. Se requiere la coexistencia de
infraestructuras, capital humano, tecnología, patentes e inversión local. Por
tanto, si eso es lo que se pretende, mientras llega, la economía tendrá que
asumir el sobrecoste de los aranceles y los cuellos de botella que la escasez
de materiales importados, necesarios para fabricar bienes, provocará en
nuestras industrias. En resumen, menos empleo, bienes más caros y un mercado
más estrecho y menos competitivo.
Las únicas ganancias de un arancel son dos y son parciales.
La primera, la que provoca en las cuentas públicas, pues es el Estado el que se
queda con el impuesto. La segunda, aquella que ocasiona en la empresa nacional,
quien ve cómo ya no existe la competencia exterior. No obstante, estas
ganancias no son tales si pensamos en las economías como sistemas generales. El
Estado deberá instrumentalizar ayudas a las empresas en riesgo de quiebra y a
las familias desempleadas. Existirán tensiones inflacionistas, provocadas por
el aumento de precios de los bienes importados que no pueden sustituirse,
bienes que, tal vez, ahora ya no lleguen a nuestras fronteras en las cantidades
requeridas, pues puede ocurrir que los países productores ya estén
exportándolos hacia otros donde no existan aranceles o estos sean más
reducidos.
La aparición de la inflación reducirá el rendimiento de las
inversiones empresariales y muchas de ellas no se llevarán a cabo por no ser,
ya, rentables, reduciendo el crecimiento de los beneficios y el valor de sus
acciones. Las bolsas mundiales no se hallan a la baja por capricho y sus
pérdidas están dañando el ahorro de las economías domésticas, colocado en millones
de productos financieros.
En conclusión, el escenario mundial actual es gravemente perjudicial para todos, pues los equilibrios de familias, empresas y Estado están interrelacionados. Perderemos mucho si al desempleo, sumamos inflación, escasez e incertidumbre. Si la escalada de aranceles no se detiene, el mundo será un sitio menos transparente y más hostil. Aquellos que justifican la imposición general de aranceles desconocen hacia dónde nos lleva tal medida. Y si son sabedores de ello, en ese caso, estaríamos a merced de algo peor.
Ramón Castro es profesor de
Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos, Ciudad Real)
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