El consentimiento no debería ser un concepto confuso ni debatible. Y sin embargo, lo es. Se nos ha enseñado durante tanto tiempo a normalizar ciertos gestos, a tolerar ciertas invasiones, que muchas veces dudamos de lo que sentimos. Nos preguntamos si estamos exagerando, si fue para tanto, si no estaremos viendo fantasmas donde solo hay malentendidos.
Pero el cuerpo lo sabe. Lo sabe antes que la mente. Sabe cuándo algo lo atraviesa sin permiso, cuándo un gesto que debería ser tierno se convierte en una imposición. Y no es la acción en sí lo que lo convierte en violencia: es la falta de reciprocidad, de escucha, de respeto. Es actuar como si el otro fuera un objeto disponible, no una persona con voz y límites.
El abuso no siempre grita. A veces susurra, se disfraza de cariño, se esconde detrás de sonrisas o de excusas como “solo fue un gesto”, “no era para tanto”. Pero el consentimiento no es opcional, no es un adorno ni una suposición. Es la base de cualquier encuentro humano verdadero.
Reflexionar sobre esto no es quedarse en el dolor, sino abrir los ojos. Empezar a nombrar lo que antes se callaba. Porque cada vez que callamos, damos permiso. Y cada vez que hablamos, recuperamos un pedazo de lo que siempre nos ha pertenecido: el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo.
El consentimiento no se presupone, se pregunta. No se interpreta, se confirma. Y hasta que eso no se entienda como una regla básica de convivencia, seguiremos repitiendo patrones donde el abuso se disfraza de costumbre. Lo verdaderamente radical hoy es poner el límite. Decir “esto no”. Y que se escuche.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Lunes, 5 de Mayo del 2025
Lunes, 5 de Mayo del 2025