Desconozco qué les parecerá a ustedes, pero en lo que a mí respecta, las disculpas, cuando son sinceras, alivian el alma de quien las emite, de la misma forma que una necesidad urgente queda satisfecha. Este efecto beneficioso, lejos de desvanecerse, se extiende hacia la persona que las recibe y, si hablamos de alguien honesto, habremos ganado su respeto mientras que mostraremos nuestra fortaleza ante quien, lejos de serlo, se conduce por la envidia y el resentimiento. Las disculpas, de esta forma, nos acercan al humano que vive y se desarrolla en sociedad, nos enriquecen y nos alejan del embrutecimiento y la miopía, propias de individuos que rechazan todo aquello que no encaja con sus certezas.
Y, sin embargo, asistimos a un mundo donde la disculpa ha sido casi erradicada o, peor aún, enterrada de una manera tan profunda que hasta el propio concepto parece haber desaparecido de la memoria colectiva. No es, por tanto, que creamos que la disculpa es un signo de debilidad. Es que no sabemos qué es la disculpa. Hasta aquí la arrogancia con la que nos despachamos a diario, con la que nos topamos cuando escuchamos o leemos declaraciones políticas de cualquier signo. No se admiten los grises ni los claroscuros y el discurso debe comprarse en su totalidad, sin que podamos señalar fisura alguna en él. Por ello, la ciencia ha muerto en tanto que esta es capaz de poner en tela de juicio las certezas. Una sociedad que no es capaz de entender las causas científicas de un apagón, porque no satisfacen de manera completa los argumentarios de las facciones ideológicas, es una sociedad empobrecida, incapaz de reconocer el mérito del adversario, de solicitar disculpas, de buscar soluciones que nos reúnan en torno al bienestar.
Cada día que pasa, detesto más las certezas, de unos y de otros, las mías incluso, las de ustedes también. En mitad de todas ellas, debe hallarse la verdad, caída en el campo de batalla que media entre las trincheras que hemos cavado entre todos.
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Martes, 6 de Mayo del 2025
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