Tendría yo cuatro o cinco años cuando mis padres me hicieron
ceremoniosamente depositario de “la
cuchara del abuelo”, abuelo de ellos, sin que yo recuerde de qué rama. Era una
cuchara rabicorta, con una desproporcionada pala, como la de un niño pero con
la boca muy grande. Procedía, dijeron, del
paso de su ancestro por la guerra. Considerando que se trataba de un
bisabuelo, debería remontase a la de la Independencia.
Era una de aquellas memorables noches de reunión de la familia alrededor de la mesa, iluminada con una tenue y amarillenta bombilla. Con los deberes cumplidos, los mayores daban paso a sus peripecias del día, a rememorar pasajes de su tránsito por los caminos torcidos de la existencia y a impartir a los lechones lecciones de comportamiento con el ejemplo. Pocos juguetes adoré más que aquella vieja cuchara, hasta que los ardores de la adolescencia me llevaron a su abandono. Hoy la recuerdo vivamente por otro miserable abandono. Como no aprendemos, los episodios se repiten.
Desde tiempos perdidos en las telarañas de la memoria, la cuchara y yo mantenemos fraternal
amistad. Los platos que la requieren los sitúo en la página de lo sublime de
los fogones. Sopas o legumbres, a ser posible con compañía sólida en la cazuela, dan vida a la
vida. Pero, acaso justificando la incoherencia del ser humano, también acaricio
una buena pizza. Se hizo costumbre saludar la llegada del fin de semana
con una suculenta y bien horneada masa redonda regada con un cava, idealmente
de los exquisitos que hoy produce la Mancha, para mayor escarnio de los que
consideran que ese elixir de la uva es solo suyo.
Un reciente dolor en el pecho ha dado al traste con mi ansiada cena de los viernes. Un hijo de Galeno, contemplando lo que anunciaban las pruebas medicas, pone en mi mano una receta: nada de grasas, nada de vinos. Diosmío (es un decir), con esfuerzo puedo prescindir de la adorable torta italiana, pero sin vino, ¿hay vida sin vino, ese hermoso cauce que me vio nacer, con el que crecí? Convengo en que no. Además, sin oposición no eres nadie. Moderado, pero beberé. De lo otro ni hablar, palo seco.
Esta mañana se ha probado mi fortaleza. Mi carro de la compra
correteaba, como cada inicio de fin de semana, por los desangelados “lineales”
del super que nos abastece. Ha pasado altanero por el puesto de las pizzas, una
buena colección de sabores y tamaños. ¡Lo he superado, lo he superado!, digo,
soy dueño de mis actos, de mí mismo. Pero, a punto de doblar la esquina, siento
un rosario de voces acarameladas: ¡Tomaa- ás, Tomaa-ás, no nos abandones!
Diosmío (de nuevo la invocación religiosa), me están llamando, ¡mis pizzas
me están llamando!, después de tantas noches de placer no me perdonan que pase
por su lado sin prodigares mis acostumbradas palabras de amor! Las reconozco:
¡no me dejes aquí sola!, la margarita; ¡llévate a cualquiera de mis hermanas,
sabes que no soy celosa!, la cuatro estaciones; ¡con los buenos ratos que
pasamos juntos!, la pepperoni; ¡estoy cada día mejor!, la de salmón...Yo se lo
explicaría: mirad chicas (género si, ¿pero tendrán sexo?), es cosa de los
médicos, tan intransigentes ellos, que me exigen la salida de vuestra vida con
el ardor con que Quevedo expulsó a su inquilino Góngora: ¡¡fuera!!, pero no me
entenderíais, manejamos lenguas diferentes, yo la verbal y vosotras la de los
sabores. ¿Qué hago? Tiro del carro, pero no se mueve. La salud primero, me
digo, pero podré vivir con la recochura de haberlas abandonado a su suerte. ¡Qué
cruz, Señor!
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Viernes, 23 de Mayo del 2025
Viernes, 23 de Mayo del 2025