(La población de gorriones en España ha disminuido de manera ostensible
en estos últimos años, con una pérdida estimada de más de seis millones
de estos familiares pajarillos)
Al llegar a casa tras encontrarme ausente varios días, procedí como
siempre a levantar la persiana de la habitación que da paso a una
pequeña terraza abuhardillada; un lugar al que apenas accedo pero que en
ese instante se convirtió en mi centro de atención
ante la sorpresa de lo que allí sucedía.
El ruido inesperado alteró el silencio, provocando el inseguro y confuso
movimiento de tres pequeños pajarillos con incipientes alas y plumaje
que de alguna manera habían caído de algún nido; los bordes amarillos de
sus picos confirmaban su condición de “guacharillos”.
Sin demasiada dificultad pude cogerlos para ver si estaban sanos. Al
comprobar que aún no habían alcanzado el desarrollo suficiente para el
vuelo decidí dejarlos para que la naturaleza y su madre hicieran su
trabajo. Y así, casi durante dos semanas pude contemplar
tras los cristales el desarrollo de esos tres gorriones y los desvelos
de la madre que con el pico les procuraba cada poco tiempo el sustento.
Llegada la noche, los tres se refugiaban dentro de una pequeña abertura
en la pared que comunica a un sumidero.
Pude contemplar como los tres movían las alas de manera temblorosa ante
la presencia de su madre que antes de bajar miraba una y mil veces desde
la barandilla para a asegurarse que carecían de peligro.
Comencé a echarles pan. Al principio ignoraban las migajas abundantes
en el suelo, sin embargo, su madre las cogía y se las daba en trocitos
más pequeños. Fue a la semana siguiente cuando los tres guácharos
comenzaron a picotear el pan comiendo más por ellos
mismos; aun así, aquello que la madre les llevaba seguía provocando ese
mismo aleteo tembloroso para engullirlo de su pico como si estuvieran
aún hambrientos.
Con el paso de los días sus vuelos se hicieron más seguros; empezaron a
mojarse en los charquitos de se formaban al derramar ellos mismos el
agua en su aleteo. Sus alas habían crecido así como su peso.
Una tarde, tras la siesta, me asomé y comprobé que uno de ellos ya no
estaba, había volado. La madre no dejaba de revolotear en el tejado,
algo no le cuadraba en aquel cuadro. Pasaron dos días más y a la mañana
siguiente, al asomarme para echarles pan, los
dos pajarillos levantaron el vuelo dejando a la terraza huérfana de
vida y movimiento.
Desde entonces cuando me asomo al atardecer para contemplar la catedral y
el frondoso y confluido Prado, creo ver a esos tres pajarillos volando
entre sus árboles y a su madre disfrutando de sus vuelos.