La corrupción de cualquier político nada tiene que ver con el verdadero
ejercicio de la política. La política siempre ha sido un arte noble,
necesario para el desarrollo social, una ciencia propia en la que han
destacado brillantes oradores, pensadores y factores
de leyes que han procurado justicia y bienestar. Un ejercicio dinámico
que intenta dar respuestas a las inquietudes y necesidades de la
ciudadanía.
La corrupción de ciertas personas que se dedican a la política en
niveles de importancia y poder, es otra cosa; y quienes la han
practicado y lo siguen haciendo, sus peores enemigos. El corrupto que
aprovecha esa situación privilegiada de información y decisión
que ostenta el cargo y también el sueldo, elegido y pagado por los
votantes, debería dimitir ante la mera sospecha de lucro ilícito, no
porque el partido adverso lo denuncie, sino ante el resultado de las
investigaciones oficiales, que, a diferencia de una
causa de ámbito particular, un personaje público no debiera esperar a
una sentencia judicial.
La acostumbrada pseudo justificación por parte de los responsables del
partido al que pertenece la persona corrupta de rebajar los hechos,
recordando otros más o menos parecidos y lejanos en el tiempo, ocultando
los propios en esos mismos periodos, no colabora
precisamente al esclarecimiento en diferenciar la política y la
corrupción de políticos. Peor si cabe, es la sensación de descrédito que
recae sobre los electores y la correspondiente degradación de la
calidad democrática.
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