Opinión

El precio del silencio en tiempos de crisis

Cristina Grueso García | Domingo, 29 de Junio del 2025
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Hay épocas en que el silencio debería ser imposible. Y sin embargo, se paga. Se vende. Se impone. En tiempos de crisis —económica, política, social o espiritual— el silencio ya no es ausencia de ruido: es una moneda de cambio, una mordaza consentida, un refugio caro que muchos no pueden permitirse y otros tantos compran con gusto para no mirar.

Callan los gobiernos cuando la corrupción se vuelve endémica, y callan los medios cuando los anunciantes se convierten en censores. Callamos nosotros cuando sabemos que hablar nos pone en peligro: perder un trabajo, una amistad, un lugar en el mundo. Y en ese pacto tácito, en esa cadena de silencios concatenados, el precio lo pagan siempre los mismos: los vulnerables, los incómodos, los que gritan solos y sin eco.

El silencio puede ser un síntoma de respeto o de dolor, pero también de cobardía o de privilegio. En un país donde hay personas que no llegan a fin de mes, donde los alquileres asfixian y las neveras tiemblan de vacío, guardar silencio es dejar que otros hablen por ti. Y quienes hablan, suelen hacerlo desde alturas donde el hambre es estadística y la desesperación un dato más.

El silencio tiene precio porque también tiene compradores. Se compra el silencio del trabajador precario con sueldos miserables y promesas vacías. Se compra el de los jóvenes con contratos que no les permiten ni soñar con emanciparse. Se compra el de las mujeres, los migrantes, los mayores, a cambio de limosnas disfrazadas de ayudas. ¿Y si hablar significara perder incluso eso? ¿Y si levantar la voz nos dejara sin red?

Pero lo más terrible no es ese silencio obligado, sino el que elegimos. El que practicamos por comodidad o por miedo. El que decimos que es neutralidad, cuando es complicidad. El silencio de quien ve injusticia y mira para otro lado. El de quien no vota porque "todos son iguales", el de quien no denuncia porque "no sirve de nada", el de quien no escucha porque "tiene bastante con lo suyo".

Sin embargo, toda crisis es también una grieta. Y por ahí, a veces, entra la voz. La del que se atreve a contar lo que duele. A señalar lo que no funciona. A decir “no” cuando otros agachan la cabeza. Porque hablar —en tiempos como estos— es un acto profundamente político. Profundamente humano.

Y sí: alzar la voz también tiene un precio. Pero es, a veces, el único que merece la pena pagar.

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