Hay épocas en que el silencio debería ser imposible. Y
sin embargo, se paga. Se vende. Se impone. En tiempos de crisis
—económica, política, social o espiritual— el silencio ya no es ausencia
de ruido: es una moneda de cambio, una mordaza consentida, un refugio
caro que muchos no pueden permitirse y otros tantos compran con gusto
para no mirar.
Callan los
gobiernos cuando la corrupción se vuelve endémica, y callan los medios
cuando los anunciantes se convierten en censores. Callamos nosotros
cuando sabemos que hablar nos pone en peligro: perder un trabajo, una
amistad, un lugar en el mundo. Y en ese pacto tácito, en esa cadena de
silencios concatenados, el precio lo pagan siempre los mismos: los
vulnerables, los incómodos, los que gritan solos y sin eco.
El
silencio puede ser un síntoma de respeto o de dolor, pero también de
cobardía o de privilegio. En un país donde hay personas que no llegan a
fin de mes, donde los alquileres asfixian y las neveras tiemblan de
vacío, guardar silencio es dejar que otros hablen por ti. Y quienes
hablan, suelen hacerlo desde alturas donde el hambre es estadística y la
desesperación un dato más.
El
silencio tiene precio porque también tiene compradores. Se compra el
silencio del trabajador precario con sueldos miserables y promesas
vacías. Se compra el de los jóvenes con contratos que no les permiten ni
soñar con emanciparse. Se compra el de las mujeres, los migrantes, los
mayores, a cambio de limosnas disfrazadas de ayudas. ¿Y si hablar
significara perder incluso eso? ¿Y si levantar la voz nos dejara sin
red?
Pero lo más terrible
no es ese silencio obligado, sino el que elegimos. El que practicamos
por comodidad o por miedo. El que decimos que es neutralidad, cuando es
complicidad. El silencio de quien ve injusticia y mira para otro lado.
El de quien no vota porque "todos son iguales", el de quien no denuncia
porque "no sirve de nada", el de quien no escucha porque "tiene bastante
con lo suyo".
Sin
embargo, toda crisis es también una grieta. Y por ahí, a veces, entra la
voz. La del que se atreve a contar lo que duele. A señalar lo que no
funciona. A decir “no” cuando otros agachan la cabeza. Porque hablar —en
tiempos como estos— es un acto profundamente político. Profundamente
humano.
Y sí: alzar la voz también tiene un precio. Pero es, a veces, el único que merece la pena pagar.