Cuando Ruidera era un entorno verdeazul, a la vera de una casucha, sentada en un poyete de piedra caliza mal acareada, acariciada por voluble ternura de unos esquivos rayos de sol, al caer secretos de la atardecida, una enlutada mujer, con conversación del descanso, coseteaba una zamarra y manoseaba trapos, que mal sobrevivían… Para romper las alas y vuelos de sus pensamientos y obligados silencios, también chinchorreaba con otras que tejían tomiza, con una ilusión mayor para poder sobrevivir… Zarandeaba, la anciana, a un crío bullicioso y zarrapastroso, que roía un mendrugo de pan más duro que un risco y revolvía todo lo que había a su alcance, sin dejar títere con cabeza… Tras unos instantes de cabeza gacha, por la reprimenda, el “guacho”, enfurruñado, salió corriendo detrás de unas gallinas, que se habían escapado de un corral; enarbolando con una mano una rehilandera mal hecha, con papel de estraza. “…Y a ver si dejas quietos los gallinos… ¡Muuchaaachoo! Que te meto un trastazo…” le regañaba otra mujer, que parecía ser su abuela (?). Un hombre de aspecto cansado y enfermizo; muy manido y consumido por un vivir aperreado, que caminaba con dificultad y pena, hizo inquieta parada en aquel rodal…, y exhaló un suspiro que, (como parte de su “alma” que se “iba”) partió por los ocultos vericuetos del cosmos. Una de las mujeres muerteó con el malbaratado hombre: “¡Sea lo que Dios quiera…, ya tienes mejor cara que estos días de atrás…!”. El hombre dejó surgir otro quejido, ansiando sosiego y curación… Como ausente de aquel espacio-tiempo, también muerteó: “a la casa de nadie, que no entre nadie, porque no sabe nadie cómo está nadie…”. “Demetrio el Pescador de Daimiel”, que callejeaba haciendo pequeñas paradas, allí donde veía gente, “haciendo hora” para formar parte de algún “corrillo” de “almas” cansadas pero anhelantes…; que a la anochecida se congregaban en “La Plazoleta”, de la entonces aldea de Ruidera, hizo un alto en el camino y escuchando de corrido el pregunteo, para confirmar y conformar la fragilidad humana, alargó el muerteo: “Al final a tos nos aguarda el mismo Dios…,y aunque no igual barranco, sí la misma tierra…”. “Sí, pero unos mueren de ahíto y otros de comer poquito…”, espetó una matrona por lo bajines...
Como pinta la luz del día, pintaban las sombras “bajeras” de la noche: “… que era la luz de las almas errantes…, y con aquella oscuridad, las almas que no habían encontrado su espacio, se acercaban a los caminantes y los rozaban, solicitándoles orientación y memoria…”. Así se decía y creía en aquellos tiempos de mi infancia. Demetrio sabía lo suyo de aquellas noches como la boca de un lobo…; de vegas, de hondos cárcavos; de lagunas y riachuelos mil atestados de peces y cangrejos, que trazaban cintas de cristal de infinita transparencia… Donde, decían, se desencenizaban cientos de lunas, a la par que las atezadas manos y caras de los carboneros…, y de los jornaleros sus largas quejumbres y rostros terrosos… Y que Himilce, esposa del caudillo cartaginés Aníbal, envidiosa de las sirenas, mandó parar su elefante y nadó sumergida por una asurcación cristalina, llevada por cien lunas… Finaliza en el siguiente capítulo.
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Lunes, 30 de Junio del 2025
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