Opinión

El invisible sostén del mundo: sobre la figura del cuidador

Cristina Grueso García | Jueves, 7 de Agosto del 2025
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Hay silencios que sostienen más que mil palabras, gestos pequeños que transforman el curso entero de una vida. La figura del cuidador o cuidadora —ese ser que se entrega sin horario, sin aplauso y, muchas veces, sin red— encarna una de las expresiones más radicales del amor humano: el cuidado constante del otro, incluso cuando el mundo sigue girando indiferente.

En una sociedad que premia la productividad, el éxito medible, el brillo del reconocimiento, ¿quién mira hacia quienes cuidan? ¿Quién detiene el paso para agradecer a quienes hacen de la ternura un oficio no remunerado, de la paciencia una vocación silenciada?

Pienso en mi tía abuela Vicen.

Ella no tiene estatuas, ni diplomas colgados, ni menciones en la radio. Pero ha sostenido generaciones enteras. Siempre presente, sin hacer ruido, sin esperar nada a cambio. Ha sabido estar ahí, día tras día, como un faro discreto que no pide que lo miren pero nunca deja de iluminar.

Hay algo profundamente revolucionario en esa entrega. Algo que la modernidad no sabe cómo encajar. El cuidado no produce beneficios económicos inmediatos, pero sin él, la estructura entera de la sociedad se desmoronaría. Porque alguien tiene que recordar las medicinas, los turnos, las comidas, los miedos nocturnos. Alguien tiene que velar por los cuerpos que duelen y por las almas que se apagan. Y mientras otros construyen imperios o escalan carreras, hay quienes —como Vicen— sostienen lo esencial: la dignidad.

Ser cuidadora es asumir una forma de amor que muchas veces no tiene tregua. Es conocer la fragilidad desde dentro, convivir con la incertidumbre, aprender el idioma de las renuncias. Y, a la vez, es una forma de resistencia: frente a la lógica del abandono, una apuesta radical por la presencia. Frente al egoísmo, la compasión. Frente al olvido, la memoria encarnada en cada gesto.

Pero no deberíamos romantizar el sacrificio. Muchas cuidadoras —porque son mayoritariamente mujeres— arrastran agotamientos crónicos, duelos anticipados, precariedad económica, y un dolor que nadie mide. Se les exige ser fuertes, disponibles, incondicionales. Y cuando fallan, cuando lloran, cuando dicen "no puedo más", el mundo las juzga como si el cansancio no fuera parte del amor.

Es urgente devolver valor social y político al acto de cuidar. No como un “extra” compasivo, sino como un eje central de lo que somos como comunidad. Porque cuidar no es solo atender a quien lo necesita, es también tejer redes, resistir al individualismo feroz, sostener la vida en su forma más vulnerable y por eso más preciosa.

Mi tía abuela Vicen sigue ahí, silenciosa y sabia, con las manos marcadas por años de ternura activa. Tal vez nunca lea este texto. Tal vez ni siquiera piense que haya hecho algo extraordinario. Pero yo lo sé: su vida ha sido una forma de arte, de esas que no se exhiben en museos, pero sin las cuales el mundo sería infinitamente más cruel.

Y sé, también, que si existiera justicia poética, el mundo tendría su nombre escrito en las plazas. O al menos, en los corazones de quienes sabemos que sin personas como ella, simplemente no podríamos haber sido.

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