Opinión

Las contrariedades como ejercicio

Víctor Corcoba Herrero | Domingo, 28 de Septiembre del 2025
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“Reconocernos en nuestros correctos pasos, ya es un gran avance; porque adentrarse, en uno mismo, es comenzar a valorar el sueño de aprender a reprendernos. Son estas situaciones las que nos revelan nuestra fragilidad, las ocasiones privilegiadas para repensar. En el fondo, todos precisamos: sentir cercanía, compasión y ternura”.

A nuestras diferentes contrariedades, con sus manifiestos obstáculos, no hay que temerles, sino robustecernos y trabajar por superar, cualquiera de las dificultades, que la vida nos pone en el camino. Hay que tener fe en nuestra continua y persistente búsqueda, sin endiosarnos porque somos endebles, pero con el convencimiento de una perpetua esperanza, recobraremos el entusiasmo por vivir y rehacernos. El desánimo es lo último, siempre nos asistirá una fuerza innata segura en la que se puede confiar; ya que, lo trascendente, es el valor personal y espiritual volcado en el horizonte. Lo importante es crecer socialmente juntos más allá de todas las barreras, sabiendo que este tiempo de prueba, en el que suele haber muchas tormentas interiores, requiere de un compartir fraterno.

No es de recibo, el derroche, porque es destructor existencial. De ningún modo, perdamos el tiempo en necedades. Somos seres en incesante cambio, que requiere de todos sus análogos, para superar desconciertos e incertidumbres. Otra de las cuestiones a considerar es la de percibirse, atenderse y entenderse, para poder escuchar a los demás. No olvidemos, que nadie puede amar; si antes, el propio ser, tampoco se quiere. El vínculo está ahí, no podemos fragmentarnos, nos requerimos mutuamente con humildad y valentía. En consecuencia, tanto el desperdicio de fuerzas como el desperdicio de alimentos, es otro de nuestros míseros despechos. Sea como fuere, aceptemos la decepción finita, pero jamás perdamos el infinito anhelo de batallar con sigilo, haciéndolo cada cual consigo mismo.

La necesidad de que nos centremos en la adopción inclusiva, ya no sólo en la protección de enfoques integrados concebidos para la reducción de la pérdida y el desperdicio de alimentos, sino también en el abandono de latidos imprescindibles y únicos para ese orbe armónico, que todos solicitamos para sustentar y sostenernos. Lo trascendente de nuestro paso por aquí abajo, no radica en mantenerse vivo, sino en custodiarse humano. Siempre he creído que la humanidad es una familia unida e indivisible, que súplica calor de hogar y ruega unión de pulsos. Despertemos, pues, y hagamos realidad el espíritu fraterno. Ningún poblador es una isla, sino una parte de un conjunto visible e invisible, con una cara oscura que no enseña y otra cara resplandeciente que ilumina.

Reconocernos en nuestros correctos pasos, ya es un gran avance; porque adentrarse, en uno mismo, es comenzar a valorar el sueño de aprender a reprendernos. Son estas situaciones las que nos revelan nuestra fragilidad, las ocasiones privilegiadas para repensar. En el fondo, todos precisamos: sentir cercanía, compasión y ternura. El objetivo para conseguirlo es la educación; apoyada en la formación de seres capaces para regirse libremente, sin esclavitud por parte de nadie, mutándonos en bondad, para ser un buen ciudadano. Predicar con el ejemplo, desde luego, es lo suyo. Lo que es un contrasentido más, es que aún los Estados destinen más dinero a la educación de los niños ricos que a la de los pobres, lo que provoca además efectos negativos, en el aprendizaje y en el desarrollo.

Bajo este injusto panorama desigual, tan real como la vida misma, los más indigentes tendrán pocas esperanzas de escapar de la multitud de desfavorecidos, de aprender las aptitudes necesarias para competir y tener éxito en el mundo de hoy, y de contribuir a las economías de sus países. Indudablemente, la pobreza no es un fracaso del individuo, sino de la sociedad; por ello, debemos estar dispuestos a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo y la persecución. No es la espada del dominador la que reconstruye la paz, sino la cruz de quien sufre, de quien sabe donar su propia vida, para que el rencor ceda el paso a la clemencia, la división al espíritu reconciliador, el odio al amor, la violencia a la docilidad. En el nuevo reino, entonces, la celeste concordia será real.

 

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