Opinión

La desconexión con la naturaleza como herida contemporánea

Cristina Grueso García | Lunes, 29 de Septiembre del 2025
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El ser humano nació en la intemperie. Durante milenios aprendió a respirar al compás de los ciclos, a sobrevivir porque sabía leer en el cielo, en los frutos, en la migración de los animales. Hoy, sin embargo, hemos decidido pensarnos fuera de ese tejido: como si la naturaleza fuera un decorado secundario y no el escenario que nos da forma. Esa distancia no es neutra: constituye una herida contemporánea, invisible pero profunda, que nos atraviesa en lo más íntimo.

Nos hemos olvidado de que la naturaleza no es un paisaje: es la matriz de la que provenimos. En ella descubrimos, a la vez, la grandeza y la fragilidad de lo vivo. Cuando nos apartamos de ella, no solo perdemos árboles, ríos o montañas: perdemos metáforas, símbolos, espejos. La naturaleza era la primera maestra de lo humano. Nos enseñaba que la vida nace y muere, que todo florece y se marchita, que lo eterno se conjuga únicamente en la repetición de lo efímero. Sin ese lenguaje, quedamos huérfanos de sentido.

Esta herida se percibe en nuestra dificultad para aceptar lo finito. El ser humano contemporáneo, desvinculado de los ritmos de la tierra, ha olvidado cómo reconciliarse con la muerte, con el límite, con la espera. Y es que la naturaleza nos recordaba, sin piedad y sin crueldad, que todo es tránsito. Al expulsarla de nuestras vidas, nos hemos privado de esa pedagogía silenciosa. Vivimos como si fuéramos inmortales, y a la vez sentimos una angustia constante por no serlo.

La desconexión no es solo ecológica ni estética: es espiritual. No es únicamente que contaminemos los ríos o talemos los bosques. Es que nos hemos distanciado de la raíz que nos sostiene, y en ese alejamiento hemos desgarrado nuestra relación con nosotros mismos. El vacío que sentimos no proviene únicamente de la velocidad o de la cultura del consumo; proviene de haber olvidado que somos parte de un entramado más vasto, al que pertenecemos y que nos precede.

La herida podría, sin embargo, transformarse en posibilidad. Volver a la naturaleza no significa regresar a una vida arcaica ni idealizar el pasado. Significa recuperar un vínculo. Recordar que no estamos frente al mundo, sino dentro de él. Que la tierra, el agua, el fuego y el aire no son recursos: son lenguajes que nos hablan y nos devuelven el sentido de nuestra pequeñez.

La reconciliación con la naturaleza es, en última instancia, una reconciliación con lo que somos. La pregunta que queda abierta es si tendremos la lucidez de volver a escuchar antes de que la herida se cierre en forma de cicatriz irreversible. Quizás la mayor tarea de nuestro tiempo no sea conquistar, producir o innovar, sino aprender de nuevo a pertenecer.


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