Con dieciocho años Marta Boronat Redondo (Tomelloso, 2007)
se ha convertido en una de las voces emergentes más prometedoras de la poesía
actual. Desde el 1 de octubre está en las librerías su poemario —el primero— “Infundio
(cuentos del Coco)”, de la mano de La Bella Varsovia y Anagrama. Con él ganó el
II Premio Ana Santos Payán para proyectos de libros de poesía. Una obra en la
que, como destacó el jurado, resuenan ecos de Safo, Ovidio, Andersen, los Grimm
y Lorca, y que confirma la sorprendente madurez de una poeta que pinta, ilustra
y escribe con la misma intensidad.
Esa madurez la exhibe Marta Boronat durante nuestra charla y
sorprende al periodista. La creadora, a pesar de su juventud, tiene las ideas
muy claras y los pies en el suelo. Hablamos de un poemario —que tiene mucho de
iniciático, de ruptura— que ajusta las cuentas a los cuentos. A esos con los
que mecen nuestra cuna o ahogan nuestros gritos de angustia, como escribió León
Felipe. Platicamos, que diría un clásico, de sus influencias, del proceso
creativo, del vértigo de haber ganado un premio importante. También de
frustración, tristeza o miedo, sentimientos a los que Marta mira a la cara y de
frente con su poesía.
—Con apenas dieciocho años ha publicado su primer
poemario y, además, premiado. ¿Cómo recibió la noticia?
—La verdad es que fue toda una sorpresa. Se había fijado una
fecha para anunciar al ganador, pero pasaron los meses y ya lo daba por
perdido. De repente, recibí un correo en el que me comunicaban que había ganado
y que querían hablar conmigo. Me hizo muchísima ilusión, una alegría inmensa
que no esperaba en absoluto. A partir de ese momento comenzó un proceso de
edición, de pulir el libro y prepararlo para que viera la luz.
—¿Era la primera vez que se presentaba a un certamen
literario?
—Sí, y también era la primera vez que escribía poesía. Todo
era completamente nuevo para mí. No tenía experiencia previa ni en concursos ni
en géneros poéticos, así que, de alguna forma, me lancé un poco al vacío.
—El título, “Infundio (cuentos del Coco)”, resulta
llamativo y tiene un eco de fábula oscura. ¿Cómo surgió?
—Desde el principio tuve claro que quería relacionarlo con
la figura del Coco, ese personaje que se transmite de generación en generación
para infundir miedo en los niños. Me parecía muy interesante darle voz a ese
monstruo, no como algo temible, sino como narrador de las historias desde otro
punto de vista. El Coco, en el fondo, es un invento, un relato más, y eso
conecta con la idea de los cuentos como pequeñas mentiras que crecemos
creyendo.
—En el libro aparecen voces distintas, incluso frases en
cursiva. ¿A quién pertenecen?
—Mucha gente piensa que son palabras del Coco, pero en
realidad son de la luna. Quise que ella fuese la transmisora de lo que el Coco
le contaba. Él no habla directamente, se narra en tercera persona lo que hace o
lo que piensa. Esa distancia me parecía necesaria para que conservara su
carácter mítico, mientras que la luna podía adoptar esa voz más cercana.
—Sus poemas se mueven en la frontera entre el miedo, la
realidad y la ficción. ¿Cómo trabaja esa amalgama?
—Para mí esa frontera no es tan grande. En la vida cotidiana
siempre estamos oscilando entre lo que es real, lo que nos han contado y lo que
imaginamos. Desde pequeña he convivido con esa duda: qué es verdad, qué es
mentira, qué es solo un relato. Esa tensión me facilitó el trabajo de llevarla
a la poesía.
—En el texto se siente un tono oscuro, pero también de
búsqueda de la verdad, ¿cree que el miedo puede ser una herramienta de
conocimiento?
—Sí, sin duda. Cuando sentimos miedo es porque algo lo está provocando. Eso ya es una señal que nos obliga a mirar más de cerca. A veces el miedo nos engaña, pero también nos despierta, nos hace reaccionar. En ese sentido creo que puede ser útil para llegar a conocer lo que se oculta detrás de la primera impresión.
—Si me permite, parece que en su poemario ajuste las cuentas
a los cuentos…
—Al comienzo escribía con mucha ira, casi con resentimiento
hacia los cuentos. Me sentía engañada por esas verdades a medias que me habían
contado. Pero conforme avanzaba en la escritura fui descubriendo que los
cuentos no son malos en sí mismos, sino que nosotros los interpretamos de forma
incompleta. Al final hubo una evolución y pasé de la rabia a la reconciliación.
Incluso llegué a ver la belleza escondida en esas historias. Fue un proceso de
sanación personal a través de la escritura.
—El jurado destacó su madurez y, sobre todo, tu apuesta
por la prosa poética. ¿Por qué eligió esa forma?
—Fue un hallazgo casual. Yo nunca había escrito poesía, pero
desde niña escribía diarios. En ellos no solo narraba lo que pasaba, también lo
que sentía. Al ponerme a escribir, lo hice con esa misma voz, una especie de
narración impregnada de emoción. Alguien me dijo: “esto es poesía, aunque no
tenga versos”. La prosa poética fue el cauce natural, porque era la forma en la
que sabía expresarme.
—¿Hay autores que le hayan marcado de manera especial?
—Ana María Matute, aunque no era poeta, su escritura es
profundamente poética y cuando la leí sentí una gran identificación. Siempre
que me bloqueaba volvía a ella. También Safo, por la fuerza de su poesía, que
es directa, narrativa y, a veces, incómoda, pero profundamente humana. Y, por
supuesto, Ágata Navalón, mi profesora de Literatura, que me enseñó que se puede
experimentar y romper las normas, que la escritura es también un terreno para
atreverse.
—El libro transmite una tristeza muy marcada…
—Esa tristeza procede de una ruptura con la infancia. Los
cuentos eran una base en la que creía, y de pronto se derrumbaron. Eso no solo
duele, también te deja la certeza de que ya no volverán. Es una tristeza
devastadora, porque sientes que algo se ha perdido para siempre.
—Estudia Bellas Artes, pinta, ilustra y escribe. ¿Cómo se
cruzan todas esas disciplinas en su proceso creativo?
—Para mí todas las artes son un mismo lenguaje con distintas
formas de expresarse. Visualizo mucho lo que escribo, incluso dibujo mientras
pienso en un poema. La portada de Infundio es mía: la polilla que
aparece en ella representa perfectamente el sentimiento del libro. Arte y
poesía, en mi caso, están completamente entrelazados.
—¿Cómo fue el proceso de creación del poemario?
—Surgió gracias a un proyecto de la escuela que se llamaba Costuras
internas. Teníamos que trabajar sobre un tema que nos doliera y tratar de
sanarlo a través de la escritura. Yo escogí los cuentos, porque en ese momento
era una herida abierta para mí. Investigué las versiones originales, los
autores, y a partir de ahí empecé a escribir. Nunca pensé en hacer un poemario;
simplemente investigaba y escribía. Fue mi profesora, Ágata Navalón la que me
animó a presentarme a un concurso, y así surgió todo.
—¿Qué significa para usted ser de Tomelloso, un lugar con
tanta tradición literaria y artística?
—Es un orgullo enorme. Siempre me han dicho que Tomelloso es un pueblo de poetas, escritores, pintores, artistas. Es algo que llevo dentro y me hace sentir parte de una herencia cultural importante. Si algún día consigo formar parte de esa nómina, me haría muy feliz.
—Publicar con una editorial tan importante debe imponer
mucho, ¿no?
—Sí, muchísimo. Cuando envié el manuscrito no era consciente
de la envergadura de la editorial. Pero mientras esperaba el fallo, empecé a
investigar y descubrí lo grande que era. Entonces pensé: “no tengo ninguna
posibilidad”. Cuando supe que había ganado me invadió una mezcla de ilusión y
vértigo. Por momentos sentía que tal vez no estaba a la altura, que había sido
todo cuestión de suerte. Pero a la vez pensaba que, si ha pasado, será por
algo.
—¿En qué proyectos trabaja ahora?
—Tras recibir el premio tuve una crisis creativa. La presión me bloqueó y no pude seguir con Infundio. Eso me llevó a empezar otras cosas. Ahora tengo tres poemarios a medias, todos en prosa poética. Son proyectos que están en construcción, y poco a poco van tomando forma.
—¿Qué espera que encuentren los lectores en su libro?
— Sobre todo, que les haga pensar y si les gusta, mejor aún.
Pero mi objetivo principal no es agradar, sino provocar una reflexión, abrir
una puerta a cuestionarnos lo que damos por sentado. Si consigo que alguien se
detenga a pensar después de leerlo, me doy por satisfecha.
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