Vivimos
inmersos en una sociedad cada vez más banalizada, donde la falta de formación y
de identidad personal afecta profundamente la manera en que enfrentamos la vida
cotidiana. Esta carencia de pensamiento crítico y de valores sólidos ha
generado un terreno fértil para el crecimiento de figuras como los influencies
y creadores de contenido, quienes, desde plataformas digitales, dirigen sus
ideas a miles y millones de personas, especialmente jóvenes, aunque también
adultos de diversas edades se suman a esta tendencia.
La
influencia de estos personajes no se limita a lo superficial. Su capacidad de
convocatoria y persuasión ha transformado la manera en que se construye la
opinión pública. Ya no se necesitan teatros, plazas o estadios para proclamar
ideas; basta con un dispositivo móvil, una computadora o una tableta para
acceder a audiencias masivas. Esta nueva forma de comunicación, aunque
democratizadora en apariencia, ha contribuido a una preocupante pasividad del
pensamiento. Muchos individuos adoptan opiniones ajenas sin cuestionarlas,
perdiendo así la capacidad de discernir y de construir una visión propia del
mundo.
Además,
el lenguaje utilizado para referirse a estos fenómenos digitales “creadores de
contenido para los hombres y influencies para las mujeres” introduce una
distinción de género que está siendo objeto de análisis en diversos países.
Esta diferenciación, lejos de ser inocente, refleja cómo incluso en el ámbito
digital se perpetúan estructuras sociales que separan y categorizan a las
personas.
La
influencia de estos actores digitales no se limita a sectores populares; ha
penetrado también en ámbitos culturales, donde en demasiadas ocasiones la
calidad del contenido es escasa o nula. En este contexto, personas de distintas
edades se sienten autorizadas para emitir opiniones públicas sin contar con la
formación adecuada, motivadas más por el deseo de reconocimiento que por el
rigor intelectual. Este fenómeno ha generado una cultura del ego, donde el
aplauso colectivo se convierte en el principal objetivo, incluso si se alcanza
a costa de la verdad y la ética.
Este
comportamiento no se restringe al ámbito digital. Lo observamos también en
espacios políticos, en instituciones, en mesas redondas y en grupos de opinión,
donde la popularidad se convierte en una meta que justifica cualquier medio. La
verdad se distorsiona, la ética se relativiza, y la convivencia se ve amenazada
por una abulia colectiva que margina el pensamiento razonable.
En
este escenario, todo parece estar permitido. Mentir se ha convertido en una
práctica común, y los hechos se manipulan para servir a intereses particulares,
incluso en acontecimientos de orden mundial. Esta manipulación, muchas veces
ejercida por líderes que carecen de principios democráticos, pone en riesgo la
libertad y la estabilidad social.
La
pérdida de valores fundamentales, como el respeto, es uno de los síntomas más
alarmantes de esta realidad. El respeto por quienes han demostrado sabiduría y
equidad se ha desvanecido, y en su lugar se celebra la ignorancia y la
superficialidad. En múltiples ocasiones, uno se siente fuera de lugar al
presenciar cómo se aplauden afirmaciones vacías, carentes de mérito,
simplemente porque se alinean con la opinión dominante.
Este
fenómeno trasciende las redes sociales. Se manifiesta en todos los niveles: en
sesiones políticas, en debates públicos, en conversaciones cotidianas. La
mayoría impone su visión, aunque carezca de cultura o fundamentos sólidos.
Hemos dejado de asombrarnos, de cuestionar, de aprender. Nos hemos aferrado al
derecho de opinar sin asumir la responsabilidad de formarnos, de escuchar, de
ser humildes ante el conocimiento.
Esta
falta de reflexión nos acerca peligrosamente a los errores de civilizaciones
pasadas. Si no establecemos filtros para la convivencia ni razones para
analizar los fallos actuales, corremos el riesgo de perpetuar tragedias como la
depresión y el suicidio juvenil, fenómenos que afectan a nuestros hijos,
quienes representan el futuro. Sin ellos, no nos queda nada.
Vivimos
con un miedo oculto, alimentado por noticias manipuladas que nos muestran una
sociedad violenta y transgresora, donde el respeto ha perdido su lugar. Y sin
respeto, no hay convivencia posible. El respeto es esencial para la seguridad
en nuestras ciudades, en nuestras propiedades, en nuestros centros educativos y
sanitarios. Rechazar a un compañero por prejuicios o diferencias es un acto que
debe erradicarse. La convivencia no implica amistad, sino la capacidad de
compartir espacios con dignidad y tolerancia.
No
podemos quedarnos atrapados en las redes sociales sin evaluar su impacto en
nuestro pensamiento. Es urgente analizar por qué recibimos ciertos mensajes,
cómo se instalan en nuestra mente, y qué consecuencias tienen. Pensar es
existir, y esa existencia debe ser activa, crítica y libre de violencia. Solo
así podremos recuperar los peldaños tambaleantes de nuestra sociedad.
                                                                                       
Natividad Cepeda
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Viernes, 31 de Octubre del 2025
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