El aire es fresco, ligeramente salado y acaricia la piel con una suavidad que invita a respirar hondo, a dejar que cada inspiración limpie el cuerpo y la mente poco a poco, el horizonte empieza a teñirse de colores: primero un gris oscuro y luego, un tenue azulado que se transforma en rosa, y finalmente el fuego del sol que asoma como un resplandor dorado que parece encender el mundo. La superficie tiene un brillo que utilizan las pequeñas olas se convierten en espejos que multiplican la luz y cada minuto trae un cambio sutil, una nueva pincelada, que cambia el paisaje en una obra divina.

En la orilla la arena conserva el frescor de la noche y al caminar descalzo, se siente húmeda y suave, sintiéndose ligeramente bajo los pies. A lo lejos, algunas gaviotas despiertan y rompen el silencio con sus gritos agudos planeando sobre el agua en busca de su primer alimento del día. Los primeros pescadores lanzan sus redes, y las sombras se recortan contra el resplandor naciente, como si formaran parte de una pintura antigua. El mundo entero parece contener el aliento.

Es un instante breve y mágico, pero pleno, en el que todo encaja: el sonido del mar el aire puro la promesa del nuevo día. Más tarde ya con el sol asomando completamente, la playa, cobra vida. Algunos paseantes se aventuran por la orilla, otros practican yoga frente al mar, y los más contemplativos, se limitan a mirar el horizonte, dejando que la belleza de este nuevo día los envuelva, en el amanecer en la playa que no es solo un espectáculo natural, es una invitación a comenzar de nuevo, cada salida del sol, que nos recuerda que la luz siempre regresa, que incluso después de la noche más larga hay un resplandor que nos espera.

Es el instante perfecto para agradecer y para respirar profundamente y sentir que, aunque el mundo cambie sin cesar, el mar y el sol siempre están ahí, repitiendo su danza infinita.