Allí donde el amor persiste nace una promesa que no conoce fronteras. No es un juramento encerrado en un día de fiesta, sino un soplo tibio que atraviesa esos momentos del alma. Es un hilo que no se repone, que vibra incluso cuando él se hace largo, incluso cuando la vida sopla fuerte y obliga a los corazones a cerrarse con más ternura.
Una promesa entre dos personas es un latido que se renueva. Es decir que elije en cada amanecer, aun cuando los años cambian los gestos, las voces y los sueños. Es confiar en que dos almas que se han encontrado sabrán volver a tocarse e incluso en la penumbra, incluso cuando todo parece desordenarse. Una promesa así no exige solo perfección y solo pide verdad.
Allí donde el amor se vuelve persistente, la promesa se transforma en alas y raíces al mismo tiempo, alas para acompañar lo que se sueña juntos y raíces para sostener lo que duele, lo que pesa, lo que a veces amenaza con quebrarse. Es la caricia que se da sin palabras, la risa que aparece en medio del cansancio, la mirada que dice aquí sigo cuando faltan fuerzas para expresarlo. El amor persistente no arde como un incendio arde como una brasa que se conserva. Es luz pequeña pero invencible guardada entre dos manos que deciden protegerse mutuamente. Su promesa es silenciosa, pero firme: caminar juntos, aunque el camino cambie, cuidarse e incluso cuando el mundo se vuelva áspero, volver a elegir al otro aún en los días que duelen.
Porque allí, justo allí donde el amor no se rinde, la promesa se vuelve eterna. Una eternidad suave, hecha de detalles, de paciencia, de perdón y de latidos compartidos. Una eternidad que no grita, pero sostiene. Una eternidad que, a su manera, también es hogar. Siempre será la fuerza cuando el amor persiste.
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Sábado, 22 de Noviembre del 2025
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