Cuevas

Historia , tradición y una luz mágica en la cueva de la familia Serna

La Voz de Tomelloso visita la cueva de Isabel Serna, otra joya arquitectónica en el subsuelo de la ciudad

Carlos Moreno | Viernes, 6 de Julio del 2018
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El abuelo de la propietaria de la cueva que hemos visitado hoy, Lorenzo Serna Herreros, aprovechó la estructura de una antigua fábrica de orujo, para construir una cueva que, muchos años después, presenta un perfecto estado de conservación. En ello mucho tiene que ver el empeño de Isabel Serna y su marido que con sus reformas, buen mantenimiento y, sobre todo, la gran ilusión  que les hace conservar esta singular construcción tan apegada a la historia de la familia Serna.

Después del abuelo, el siguiente eslabón fue Lorenzo Serna Serna, el padre de Isabel, que también elaboró el vino en su cueva hasta que el imparable empuje de las cooperativas hizo cambiar el modo de trabajar.  “Le costó dejarla, -cuenta Isabel-. Era reacio a dejar de elaborar su vino, pero los tiempos obligaban al cambio. Yo tengo muchos recuerdos de mi infancia en los que bajaba y veía a la gente trabajando. Me asomaba por las bocas de las tinajas y veía a gente dentro limpiando con aquellos cepillos que las dejaban impecables”.  Isabel también recuerda como llegaba sus padres con las plantas para injertar viñas. “Las dejaba en una de las tinajas porque se conservaban muy bien”, -explica-.

De esta magnífica cueva son muchas cosas las que llaman la atención.  Primero la enorme escalera, ancha, con una imponente bóveda y un precioso jaraíz a mitad de camino. De las paredes cuelgan curiosos aperos y objetos de los que hablaremos al final. Cuando llegamos abajo impresiona la vista general de la cueva con diecinueve tinajas; doce de barro con una capacidad de 400 arrobas cada una y siete de cemento de 600 arrobas. Destacan unas columnas cilíndricas que se construyeron para aligerar la presión del empotrado sobre las tinajas. Las columnas están pintadas en un tono granate, mientras la base y una especie de capitel son blancos. El empotrado está decorado con una moldura amarilla, de esas que distinguían el laborioso trabajo del experto tinajero que nos vuelve a acompañar, José María Díaz. No tarda en explicarnos el detalle de los tres agujeros en la tinaja que marcaban los niveles de calidad del vino que guardaba.

Aquellas sabias estrategias que trazaban los agricultores, animaron al abuelo Lorenzo a ampliar envase con otra cueva más pequeña, que se encuentra cerca de la que estamos, pero Isabel asegura que está peor conservada. A ella le encanta la cueva y siempre que puede baja para disfrutar de la mágica luz del mediodía que entra por las lumbreras, disfrutar de la agradable temperatura o respirar ese aire que todavía  deja posos del mosto fermentado. El techo está en la tosca “y por este motivo resulta difícil de encalar”, explica Isabel que quiere que su cueva esté en perfecto estado de revista.  Los huecos de las lumbreras son unos rectángulos que se van estrechando a medida que se va ganando en altura. 

Pisamos sobre un suelo que tiene mayor altura en el centro, observamos  el pocillo del orujo al que se accede por una galería y admiramos también la baranda de hierro del piso superior, una baranda que a Isabel no le convence del todo y que le gustaría cambiar por una más ornamental de cemento. Todo se andará. En el pasillo de las tinajas hay un rastro, un remecedor de vino, una horca, un horquillo y una bomba. Subimos al piso de arriba para fotografiar otra perspectiva de la cueva. Algunas bocas de la tinaja están cubiertas con tapas de goma. Nos llama la atención el sello del fabricante de las tinajas que Isabel ha conseguido que aparezca a base de muchas pasadas de cepillo. 

Comenzamos a subir para abandonar la cueva, pero será una ascensión pausada y ralentizada porque nos vamos encontrando curiosos aspectos y aperos en el camino: bombonas, un  ventilador que es una joya, barjas, una fresquera, romanas, una colección de enormes llaves de casas  de campo, candiles, un embudo de madera, una polea, botijos, básculas, serillas, tijeras, hachas, azadas, recipientes de barro, un arado….en realidad estamos ante una cueva que muy bien pudiera ser un museo por el curioso y abundante material que contiene. Hemos ido preguntando a José María por la utilidad de algunos de ellos y  nos sorprende saber cómo los viticultores ideaban siempre la herramienta adecuada para resolver cualquier problema que se les presentaba. 

Isabel nos pide que le haga fotografías en varios puntos de la cueva y accedemos encantados.  Su despedida es igual de afectuosa que el recibimiento. Después de tanto tiempo, ha sido un encuentro de lo más agradable. 


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