Feria 2019

El péndulo

Premio Local de Narraciones "Félix Grande" (Ex-aequo)

Francisco Navarro | Lunes, 13 de Agosto del 2018
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Lunes de madrugada. Entre la aparente negrura, porque en el cielo dominador del llano, casi siempre exento de nubes brilla un reguero de cal cósmica, se intuye otro resplandor, el de infinidad de ventanas con luz. En ellas se sirve un café bien cargado, se fuma despacioso un cigarro, se aprieta el hatillo de ropa y se dan los últimos besos a esos ángeles dormidos —demonios por el día— que despertaran el lunes sin padre, y así hasta el viernes. Todavía queda para que me brote la primera barba, pero ya tengo la bolsa preparada junto al rellano. Esta vez no han tenido que removerme de la cama, llevaba con los ojos abiertos en la oscuridad ni se sabe el tiempo, presa de la agitación. En el patio, el perro duerme con una pata sobre otra, al oír ruido abre un ojo y como me distingue en la umbría, o quizá me huele, vuelve a dejar caer el hocico sobre sus patas con mansedumbre.

Solapados al trajín agrícola, hay hombres con gorra merodeando en las esquinas, furgonetas como la nuestra que se mueven de casa en casa y se van llenando de hombres escurridos, albañiles eventuales o de oficio, autocares que salen de la estación renqueantes y cruzan la noche como un barco. Así oscila el péndulo semana tras semana.

La puerta corredera de la furgoneta se abre como la de los toriles, tres hombres dormitan enchiquerados. El conductor se vuelve, le baila un cigarrillo en la comisura mientras habla:

— ¿Es que te llevas al mozo?

—Sí, a que se entretenga por allí y deje descansar a su madre. Como esta semana es más corta y luego me traigo el coche, aprovechamos.

—Sube, que no te de vergüenza, ¿cuántos años tienes?

—Diez.

Así un rato, hasta que después de callejear desaparece el pueblo y su brillo anaranjado. Se impone la noche y para no dormirse, el conductor sube el volumen de la radio. La carretera nacional es una arteria negra, pasto de soledades. Todo el tráfico sigue la corriente de una rambla alimentada por la lluvia, que desemboca en la autovía. Un tajo de cuatro carriles que atraviesa la Mancha hasta su frontera en Sierra Morena y sigue, un corte limpio en la llanura, como la rama desnuda de un álamo, un rayo de asfalto al que se incorpora la caravana de furgonetas y autocares, ahora sí, los tizones que brillan alimentados por el fuelle de un frenazo, los guiños de los camiones que bajan en dirección opuesta, el neón de una venta moderna donde silba la lanza de vapor, su costra de nata en la punta y el aroma a grano dulce, que parece hinojo, del anís de Chinchón.

Hay un cordón umbilical desde Madrid, que alimenta los pueblos y el péndulo evita la despoblación, que se ceba con la vieja Castilla, pero no tanto con la Mancha. El tránsito, antes de que se produjera la igualación a partir de los noventa, era como cruzar el estrecho, cambiar de universo una vez se coronaba la Cuesta de la Reina. Un paisaje desabrido, sin duda, de agujero negro, hasta que llegaba la erupción de polígonos industriales y el colesterol del tráfico.

La circulación se encoge y dilata como el cuerpo segmentado de una oruga a lo largo de una hoja. Cuando alcanzamos la M-30 cada uno se derrama hacia su cubil, los del autocar atracan en el muelle de Méndez Álvaro, el resto sigue con el desembarco, por los recovecos, empapando pensiones y pisos alquilados. Yo acompaño a mi padre, como un polizón, porque es un territorio vedado a los niños. Cuando llego al piso, elijo una de las literas y salgo por la puerta, entremezclado con los obreros, como un tamborilero entre las tropas. En el bar me bebo un vaso de leche, con las piernas colgando del taburete. Amanece.

Al llegar a la obra y traspasar la valla, algunos hombres se sacuden el polvo del pueblo y se destensan. Los hay que lo viven como en una jaula provisional de cinco días, muerden el bocadillo despacio para estirar el sueldo y regresan el viernes como tigres. Otros ronronean, restriegan el cuerpo entre los barrotes y disfrutan del agua de la libertad, tejen una segunda vida que poco se parece a la primera y que por contraste parece mejor, pero no lo suficiente como para poner tierra de por medio. Incluso algunos empujan el péndulo para que corra de tarde a madrugada, día tras día, pero este trajín insufrible les disloca y con el tiempo se suman a la riada de lunes a viernes.

Acostumbrado al limbo de la llanura, a las casas bajas y al punto de fuga estrechando los bordillos, a las eras y sus ecos, me siento una hormiga amenazada. Estiro el cuello y me verticalizo. A duras penas sorteo los capotazos del madrileño, por suerte soy solo un niño. Trasladado de súbito a otro escenario, tras dos horas de carretera, deambulo desorientado sin saber cuál es mi papel.

En la obra, mientras mi padre trajina, da órdenes y discute con el aparejador, no tengo otra labor que contemplar absorto el trasegar de la hormigonera, que escupe el cemento sobre la carretilla. Los palés de ladrillo se disponen como alpacas rojas alrededor de la estructura que se va llenando hilera tras hilera. Los oficiales colocan las reglas, tiran la plomada, untan el ladrillo y golpean con la paleta para que encaje. De vez en cuando me miran, yo hago garabatos con un trozo de yeso en las paredes. Me preguntan si tengo novia y alguno más bruto si ya me hago pajas. Cuando acaben la obra pondrán una bandera en lo alto, esto si no ha habido ningún percance, si nadie se ha visto arrastrado por el hueco del ascensor o ha perdido pie en el andamio y su cuerpo ha caído en el mar de cascotes, triturado por los dientes de los ladrillos rotos. En otros tiempos, me dice otro albañil raspando el borde del cubo con la paleta, se colocaba un ramo.

Sin permiso, merodeo en el interior del edificio en construcción, ya llegada la hora del almuerzo. Tres albañiles en corro vierten el aceite de la lata sobre el pan y luego trocean la caballa o los calamares en salsa americana con la navaja. El más viejo saca un trozo de longaniza del hueco de un rasillón.

—El médico me ha quitao el gorrino, porque en invierno casi la espicho por culpa de una trombosis. Tú calla, ¿eh?, que no se entere tu padre —Corta una rodaja con las manos rezumando grasa y me la ofrece, para comprar mi silencio. Luego vuelve a guardar la pieza en su escondrijo, tapando el hueco con un gurullo de esparto.

La obra es un desabrido laberinto de ladrillo. Parece mentira que esto pueda ser un hogar, pienso, mientras perfilo con mi tiza las marcas azules que han hecho para las rozas y despistado, hundo el pie en el cemento húmedo con el que están tapando los tubos.

Paso el resto de la mañana a la sombra, viendo menguar el montón de arena, alpiste que alimenta la hormigonera a cada dentellada de la carretilla.

Por la tarde voy con mi padre a un centro comercial. En el pueblo, no he pasado de la tienda de ultramarinos. El tendero tomaba nota a mi abuela en un papel de estraza, chupando la punta del lapicero. Aunque a veces erraba en las cuentas, nunca perdía y permitía el fiado conociéndote, porque en el pueblo la mejor credencial es la familia. Habituado a las estrechuras, los pasillos sin fin del centro comercial expanden mi universo. Floto ingrávido, las torres de juguetes me atiborran los ojos.

El último día mi padre me lleva a la urbanización donde vive su socio, que no es madrileño oriundo, sino emigrante de un pueblo de la cresta celtibérica. Pero al romper el péndulo y caer en la tela de araña de la capital, después de dos décadas, ha perdido el lanugo de la aldea y lo único que le recuerda su pedigrí son los botes de matanza, con lomo de orza y morcillas que le envían sus padres después de san Martín y una horca de almez con la que decora una de las paredes de ladrillo del sótano. Una criada con cofia nos abre la puerta y pasamos al salón, donde se sirve un refrigerio en bandeja. Me hundo en el sofá de piel, que cruje al menor movimiento, sin decir palabra, con la vista fija en el televisor.

Después salimos al jardín, donde hay una piscina con forma de riñón. El socio de mi padre me pregunta si quiero darme un baño con sus hijos, que aparecen como si hubieran estado esperando ser nombrados. Frente a frente debemos ofrecer un severo contraste. Uno es dos años mayor que yo y el otro dos años más pequeño, me abordan por turnos. Están morenos y tienen las manos suaves, no parece que tengan por costumbre lanzar piedras ni saltar sobre las zanjas, ni perseguir galgos hambrientos. Aun así, su firmeza y mirada altiva me amedrenta. Cuando hablamos se adelantan siempre a lo que digo, piensan más rápido y dan un restregón a las palabras, que salen de su boca con relumbrón y se ríen cuando tropiezo con la erre o estrujo la jota o me como la de. Bajamos al sótano, donde tienen un billar y pierdo todas las partidas. Al tirar un golpe se me escapa el taco y me abraso el dedo sobre el tapete, sangra un poco, pero les digo que “no es ná”. Se vuelven a reír, me encojo de hombros y deseo no estar allí o si acaso, si estoy, que sea rompiendo el péndulo, porque uno se hace a todo y si nos mudamos seguro que en pocos meses parezco un nativo de La Moraleja. Cuando al salir el socio le señala un chalet en venta al otro lado de la calle, mi padre menea la cabeza y yo siento una mezcla de esperanza y terror al columbrar la posibilidad de dejar el pueblo.

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