Lunes de madrugada. Entre la aparente negrura, porque en el cielo
dominador del llano, casi siempre exento de nubes brilla un reguero de cal
cósmica, se intuye otro resplandor, el de infinidad de ventanas con luz. En
ellas se sirve un café bien cargado, se fuma despacioso un cigarro, se aprieta
el hatillo de ropa y se dan los últimos besos a esos ángeles dormidos —demonios
por el día— que despertaran el lunes sin padre, y así hasta el viernes. Todavía
queda para que me brote la primera barba, pero ya tengo la bolsa preparada
junto al rellano. Esta vez no han tenido que removerme de la cama, llevaba con
los ojos abiertos en la oscuridad ni se sabe el tiempo, presa de la agitación.
En el patio, el perro duerme con una pata sobre otra, al oír ruido abre un ojo y
como me distingue en la umbría, o quizá me huele, vuelve a dejar caer el hocico
sobre sus patas con mansedumbre.
Solapados al trajín agrícola, hay hombres con gorra merodeando en las
esquinas, furgonetas como la nuestra que se mueven de casa en casa y se van
llenando de hombres escurridos, albañiles eventuales o de oficio, autocares que
salen de la estación renqueantes y cruzan la noche como un barco. Así oscila el
péndulo semana tras semana.
La puerta corredera de la furgoneta se abre como la de los toriles, tres
hombres dormitan enchiquerados. El conductor se vuelve, le baila un cigarrillo
en la comisura mientras habla:
— ¿Es que te llevas al mozo?
—Sí, a que se entretenga por allí y deje descansar a su madre. Como esta
semana es más corta y luego me traigo el coche, aprovechamos.
—Sube, que no te de vergüenza, ¿cuántos años tienes?
—Diez.
Así un rato, hasta que después de callejear desaparece el pueblo y su
brillo anaranjado. Se impone la noche y para no dormirse, el conductor sube el
volumen de la radio. La carretera nacional es una arteria negra, pasto de
soledades. Todo el tráfico sigue la corriente de una rambla alimentada por la
lluvia, que desemboca en la autovía. Un tajo de cuatro carriles que atraviesa
la Mancha hasta su frontera en Sierra Morena y sigue, un corte limpio en la
llanura, como la rama desnuda de un álamo, un rayo de asfalto al que se
incorpora la caravana de furgonetas y autocares, ahora sí, los tizones que
brillan alimentados por el fuelle de un frenazo, los guiños de los camiones que
bajan en dirección opuesta, el neón de una venta moderna donde silba la lanza
de vapor, su costra de nata en la punta y el aroma a grano dulce, que parece
hinojo, del anís de Chinchón.
Hay un cordón umbilical desde Madrid, que alimenta los pueblos y el
péndulo evita la despoblación, que se ceba con la vieja Castilla, pero no tanto
con la Mancha. El tránsito, antes de que se produjera la igualación a partir de
los noventa, era como cruzar el estrecho, cambiar de universo una vez se
coronaba la Cuesta de la Reina. Un paisaje desabrido, sin duda, de agujero
negro, hasta que llegaba la erupción de polígonos industriales y el colesterol
del tráfico.
La circulación se encoge y dilata como el cuerpo segmentado de una oruga
a lo largo de una hoja. Cuando alcanzamos la M-30 cada uno se derrama hacia su
cubil, los del autocar atracan en el muelle de Méndez Álvaro, el resto sigue
con el desembarco, por los recovecos, empapando pensiones y pisos alquilados.
Yo acompaño a mi padre, como un polizón, porque es un territorio vedado a los
niños. Cuando llego al piso, elijo una de las literas y salgo por la puerta,
entremezclado con los obreros, como un tamborilero entre las tropas. En el bar
me bebo un vaso de leche, con las piernas colgando del taburete. Amanece.
Al llegar a la obra y traspasar la valla, algunos hombres se sacuden el
polvo del pueblo y se destensan. Los hay que lo viven como en una jaula
provisional de cinco días, muerden el bocadillo despacio para estirar el sueldo
y regresan el viernes como tigres. Otros ronronean, restriegan el cuerpo entre
los barrotes y disfrutan del agua de la libertad, tejen una segunda vida que
poco se parece a la primera y que por contraste parece mejor, pero no lo
suficiente como para poner tierra de por medio. Incluso algunos empujan el
péndulo para que corra de tarde a madrugada, día tras día, pero este trajín
insufrible les disloca y con el tiempo se suman a la riada de lunes a viernes.
Acostumbrado al limbo de la llanura, a las casas bajas y al punto de fuga
estrechando los bordillos, a las eras y sus ecos, me siento una hormiga
amenazada. Estiro el cuello y me verticalizo. A duras penas sorteo los
capotazos del madrileño, por suerte soy solo un niño. Trasladado de súbito a
otro escenario, tras dos horas de carretera, deambulo desorientado sin saber
cuál es mi papel.
En la obra, mientras mi padre trajina, da órdenes y discute con el
aparejador, no tengo otra labor que contemplar absorto el trasegar de la
hormigonera, que escupe el cemento sobre la carretilla. Los palés de ladrillo
se disponen como alpacas rojas alrededor de la estructura que se va llenando
hilera tras hilera. Los oficiales colocan las reglas, tiran la plomada, untan
el ladrillo y golpean con la paleta para que encaje. De vez en cuando me miran,
yo hago garabatos con un trozo de yeso en las paredes. Me preguntan si tengo
novia y alguno más bruto si ya me hago pajas. Cuando acaben la obra pondrán una
bandera en lo alto, esto si no ha habido ningún percance, si nadie se ha visto
arrastrado por el hueco del ascensor o ha perdido pie en el andamio y su cuerpo
ha caído en el mar de cascotes, triturado por los dientes de los ladrillos
rotos. En otros tiempos, me dice otro albañil raspando el borde del cubo con la
paleta, se colocaba un ramo.
Sin permiso, merodeo en el interior del edificio en construcción, ya
llegada la hora del almuerzo. Tres albañiles en corro vierten el aceite de la
lata sobre el pan y luego trocean la caballa o los calamares en salsa americana
con la navaja. El más viejo saca un trozo de longaniza del hueco de un
rasillón.
—El médico me ha quitao el
gorrino, porque en invierno casi la espicho por culpa de una trombosis. Tú
calla, ¿eh?, que no se entere tu padre —Corta una rodaja con las manos
rezumando grasa y me la ofrece, para comprar mi silencio. Luego vuelve a
guardar la pieza en su escondrijo, tapando el hueco con un gurullo de esparto.
La obra es un desabrido laberinto de ladrillo. Parece mentira que esto
pueda ser un hogar, pienso, mientras perfilo con mi tiza las marcas azules que
han hecho para las rozas y despistado, hundo el pie en el cemento húmedo con el
que están tapando los tubos.
Paso el resto de la mañana a la sombra, viendo menguar el montón de
arena, alpiste que alimenta la hormigonera a cada dentellada de la carretilla.
Por la tarde voy con mi padre a un centro comercial. En el pueblo, no he
pasado de la tienda de ultramarinos. El tendero tomaba nota a mi abuela en un
papel de estraza, chupando la punta del lapicero. Aunque a veces erraba en las
cuentas, nunca perdía y permitía el fiado conociéndote, porque en el pueblo la
mejor credencial es la familia. Habituado a las estrechuras, los pasillos sin
fin del centro comercial expanden mi universo. Floto ingrávido, las torres de
juguetes me atiborran los ojos.
El último día mi padre me lleva a la urbanización donde vive su socio,
que no es madrileño oriundo, sino emigrante de un pueblo de la cresta
celtibérica. Pero al romper el péndulo y caer en la tela de araña de la
capital, después de dos décadas, ha perdido el lanugo de la aldea y lo único
que le recuerda su pedigrí son los botes de matanza, con lomo de orza y
morcillas que le envían sus padres después de san Martín y una horca de almez
con la que decora una de las paredes de ladrillo del sótano. Una criada con
cofia nos abre la puerta y pasamos al salón, donde se sirve un refrigerio en
bandeja. Me hundo en el sofá de piel, que cruje al menor movimiento, sin decir
palabra, con la vista fija en el televisor.
Después salimos al jardín, donde hay una piscina con forma de riñón. El socio
de mi padre me pregunta si quiero darme un baño con sus hijos, que aparecen
como si hubieran estado esperando ser nombrados. Frente a frente debemos
ofrecer un severo contraste. Uno es dos años mayor que yo y el otro dos años
más pequeño, me abordan por turnos. Están morenos y tienen las manos suaves, no
parece que tengan por costumbre lanzar piedras ni saltar sobre las zanjas, ni
perseguir galgos hambrientos. Aun así, su firmeza y mirada altiva me amedrenta.
Cuando hablamos se adelantan siempre a lo que digo, piensan más rápido y dan un
restregón a las palabras, que salen de su boca con relumbrón y se ríen cuando
tropiezo con la erre o estrujo la jota o me como la de. Bajamos al sótano,
donde tienen un billar y pierdo todas las partidas. Al tirar un golpe se me
escapa el taco y me abraso el dedo sobre el tapete, sangra un poco, pero les
digo que “no es ná”. Se vuelven a reír, me encojo de hombros y deseo no estar
allí o si acaso, si estoy, que sea rompiendo el péndulo, porque uno se hace a
todo y si nos mudamos seguro que en pocos meses parezco un nativo de La
Moraleja. Cuando al salir el socio le señala un chalet en venta al otro lado de
la calle, mi padre menea la cabeza y yo siento una mezcla de esperanza y terror
al columbrar la posibilidad de dejar el pueblo.
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