Opinión

Desafecto al régimen

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 8 de Septiembre del 2018
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La entrada desde la calle tenía dos escalones altos hasta la puerta. Traspasada la entrada, aparecía una escalera bífida a izquierda y derecha reptando por la pared, que daba paso al piso alto donde un gran salón daba servicio de bar. El frente estaba bloqueado por la pared que hacía de cuarto lado al recinto bajo, el cual incluía un sótano. Éste se llenaba de agua en los inviernos lluviosos. El edificio tenía una puerta bajita en la pared izquierda exterior con una ventana cuadriculada por una reja. Tragaluz usado a modo de observatorio, para los niños interesados en lo que contenía aquel sótano, que a la vez era origen de cuentos y comentarios en muchas ocasiones, intentando inculcar algo de miedo a los más timoratos. Todo el edificio construido con piedras contenía los contornos de puertas y ventas fabricados con piedras de sillería; tal vez en tiempos antiguos fue la residencia de algún personaje importante de siglos pasados.

El bar lo regentaba su propietario al que llamaban Juan. Compartía el trabajo de asistencia a la cantina Patro, mejor dicho “La Patro –diminutivo de Patrocinio-, porque en el pueblo los nombres de las mujeres incluyen el determinante artículo, y al nombrarlas van matrimoniados artículo y nombre propio; no así en los hombres. Desconozco la razón de esta costumbre.

La Patro era muy buena cocinera y persona de humor excelente. “Los callos”, plato típico del bar, eran la estrella del  menú. Se componían de menudillos de cordero y morcilla elaborada con la sangre del rumiante, cebolla y algo de grasa también del citado animal. Picaban lo justo. Y olían a gloria.

Pedro, tendero, vecino y muy conocido por los dueños, solía venir al bar algunos domingos, puesto el sol, con su hijo, a tomarse un platito de callos y unos botellines de cerveza Mahou, tercio o quinto según pintara. El plato continente era el propio de aperitivos, color crema, alargado y servido con colmo suficiente, que se mantenía en equilibrio inestable por el pulso del camarero, hasta llegar a la mesa.

Pedro era muy conocido por todo el pueblo, lo consideraban una buena persona, respetuoso con todos y muy trabajador. Tenía una habitación alquilada que le servía de tienda de ultramarinos con la que ganaba su pan y el de su familia. Su clientela, abundante, incluía familias muy pobres, que pagaban sus compras cuando el señorito decidía liquidar a sus peones los días trabajados.

-“Pedro, apúntamelo, luego te lo pago cuando cobre mi hombre”.

Pedro apuntaba en la libreta el nombre de la clienta morosa, el día y la cantidad debida, esperanzado en que algún día, más tarde que pronto, la cuenta quedaría saldada. Le quedaba la tranquilidad de que la familia deudora podría comer. Nunca se glorió Pedro de vender los productos de su tienda fiados; ni pidió, usurero, el reembolso urgente.

Uno de los domingos en el bar de Juan cuando Pedro y su hijo disfrutaban del aperitivo de callos y los botellines. Me acerqué a su mesa, pedí permiso para sentarme con ellos.

– ¿Cómo no?, ahí tienes una silla.

Me senté y dejé descansar mi vaso en la mesa.

-Pincha antes de que se enfríen que están muy buenos los callos, me comentó.

-Pedro, ¿puedo hacerte una pregunta?

-Sí, hombre, faltaría más.

-¿Es verdad que Don Emiliano, el cura, te ha propuesto para ser hermano de la Virgen (Hermandad de la Patrona del pueblo) y los componentes de la junta no han consentido, porque eres desafecto al régimen?

-Sí, eso parece.

Pedro tenía diecisiete años cuando “se lo llevaron a la guerra” (Guerra Civil). Su pueblo quedó incluido en zona roja y en uno de los alistamientos lo obligaron a incorporarse al ejército republicano. Recorrió distintos puntos del frente: Extremadura, Valencia, Castellón. Servía de “enlace entre unos puestos y otros” (me contó un día). Recuerda el tamborilear de las ametralladoras y el silbido de los proyectiles que pasaban rozando. En una ocasión un trozo de metralla se le incrustó en el hombro izquierdo rozando zonas vitales de su organismo. Se repuso en el frente y el estigma de la herida lo acompañó hasta la sepultura.

Tras el comunicado de finalización de la guerra y habiéndose entregado su compañía al enemigo victorioso, llevaron a los componentes a la plaza de toros de Ciudad Real, encerrándolos en el ruedo. Allí coincidió con uno de su pueblo, al que llamaban cariñosamente “Capi” por ejercer esa graduación en la contienda. Los dos en un momento determinado pidieron ir a las letrinas, de alguna manera lograron escaparse pese a las amenazas del centinela que intentaba detenerlos a voces y con pocas ganas de disparar. Llegaron a su pueblo andando (ciento cinco kilómetros), escondiéndose como podían cuando la situación era límite.

Andresillo era de cuerpo delgado y corto de estatura, vestía una gorra oscura y una especie de gabardina larga también oscura, posiblemente como su mente. Andaba con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. No saludaba a no ser para devolver los buenos días. Taciturno y torvo a modo de cuervo ante la carroña. Los niños cambiaban de acera al verlo. Durante la guerra Andresillo se libró de los combates y de las depuraciones por su astucia agitada por la cobardía, junto a la protección de ciertos mandos civiles y militares, ocultándose en sitios seguros.

Pedro cumplió los veintiún años en 1940. Llegaron los trámites legales ineludibles para incorporarse al servicio militar. Las autoridades locales, junto con los leguleyos correspondientes, elaboraron la lista de reclutas para el reemplazo del 40. Casi ninguno de los inscritos en el inventario tuvo problemas legales. Solo Pedro y alguno más eran mal vistos por el tal Andresillo, que en la entrevista pertinente le preguntó si había matado a alguien en el transcurso de la guerra. Pedro respondió que no era consciente de haber matado a nadie; su servicio se reducía a ser enlace aunque en algunas ocasiones los superiores habían ordenado disparar contra el enemigo. Aseguró y volvió a insistir, incluso empeñando su palabra, que no era responsable de ningún acto de sangre.

Influido por el tal Andresillo el consejo consultivo y deliberativo estampó en su documentación las terribles palabras condenatorias para aquel tiempo: DESAFECTO AL RÉGIMEN.

Pedro, Pondera “para entendernos”. Por haber sido obligado a participar en una guerra incluidos todos los horrores que conlleva, tuvo que cargar con la vergüenza de que en su expediente quedara manchado con esas tres palabras.

Además fue castigado con cinco años de servicio militar en África, lugar que, para la gente de su pueblo, era horrible por lejano, desconocido y fuente de enfrentamientos  con los habitantes de Marruecos por el riesgo de muerte en las escaramuzas. Cinco años sin ver a sus padres, hermanos y amigos. Cinco años fuera de sus raíces. Cinco años desterrado por la venganza de unos cuantos cobardes, ellos sí, afectos al régimen.

Pedro murió el 30 de noviembre de 2017. Una de las mayores alegrías para él en los últimos años de vida era que lo conocían todos los del pueblo y lo saludaban cuando iba por la calle. Todos lo querían, decía, y se le llenaban los ojos de lágrimas. Esos saludos y muestras de cariño no eran gratuitos, él se los había ganado con su estilo de vida y su convivencia. Había cambiado el odio, que machacaba su mente, por el respeto a los demás y la convivencia en paz. Todo sin peroratas, con el silencio de los que saben actuar y callar.

La trayectoria de su vida sí fue Memoria Histórica;  no los parches de exhumaciones y las proclamas de anulaciones de sentencia de los tribunales franquistas, que afirman y gritan los politicastros actuales y que no recuperarán la fama y el buen nombre de millones de españoles.

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