Ángel
Ortega sobrevive al medio siglo de existencia; el gris predomina en su entorno capilar,
tanto en su encrespada cabellera como en su descuidada e incipiente barba. Aquella
mañana acepta gustoso la invitación que diariamente le hace la calle Doña Crisanta
Moreno para dar un paseo a pie. Muy temprano camina calle abajo, hasta la frontera,
donde el paisaje natural sustituye a las grúas, los ladrillos y los carteles de
“CONSTRUCCIONES JULIÁN ARRIBAS”. En el serpenteante camino bordeado de las
primeras hierbas salvajes espera pacientemente que brote del horizonte ese
círculo anaranjado que se adorna de tintes ocres en un perfecto bucle de
armonía y luminosidad; no deja de asombrarle esa explosión de luz tan
repentina, esa sorpresa de colores; pero el momento es corto, y en poco tiempo,
el disco amarillo del sol se adueña de todo el paisaje.
Vuelve
por la calle de la Paz, enlazando con la pequeña travesía del Progreso a su casa;
una taza caliente de té con canela le espera. Coloca en el compact las Variaciones Goldberg de Bach que interpreta Glenn Gould
y se deja llevar.
En la cocinilla frente al amplio ventanal, observa atento como su esposa, junto al caballete, pinceles en mano, trata de captar la esencia de los membrillos, modelos inertes colgados de las ramas del joven árbol del patio, en una acuarela. Se dirige a ella con voz cálida intentando iniciar una conversación.
| —¿Recuerdas? —le dice—, todavía no nos conocíamos. Allá por el año mil novecientos setenta y tantos. Unas jornadas, sobre la cultura en Tomelloso, que organizaba la Asociación “Mancha Libre” en Santa Rita. Sí, esa casa de viñas que hay en el Kilómetro 3 de la carretera de la Ossa, con unos pinos enormes junto a ella y rodeada de olivos. Álvaro Candelas había hecho una pintada la noche anterior, justo en el pareazo principal: «Quien no es revolucionario a los veinte años no tiene corazón, y quien sigue siéndolo a los cuarenta, no tiene cabeza». |
Creo que era finales de febrero, porque cerca de la casa había dos almendros con flores de azahar en sus ramas. Eladio Cabañero nos habló de la palabra, de la solidez de la palabra, de la verdad de la palabra, cuando se convierte en verso:“Qué hueco más profundo es la esperanza. «Qué cubicado modo de quererte |
Un poco inquieto, Ángel Ortega, percibe que su mujer, concentrada en su labor, no le presta ni la más remota atención, pero los recuerdos siguen acudiendo a su cabeza a gran velocidad y continúa su monólogo.
Ángel Ortega observa cómo su compañera artista, ausente de su discurso, pelea para encontrar el tono verde de las hojas de su árbol entre los colores esparcidos sobre la paleta. Después su memoria, vuelve a activarse y prosigue, ahora susurrando:
Ensimismado en sus
pensamientos —Ángel Ortega— se sorprende cuando su cónyuge aparta la vista de la
acuarela mientras se despoja de las gafas y la bata manchada de gris para
decirle:
—Era “El Astillero” de Juan Carlos
Onetti.
—¿Cómo dices?
—El libro que me dejé olvidado.
Don Félix nos estaba mandando trabajos sobre las novelas del “boom” de la
narrativa sudamericana. Por cierto no has dicho nada sobre él, estaba allí con
don Jesús preparando el montaje de su próxima obra de teatro.
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