Cumplir
años puede suponer una fecha igual de arbitraria que cualquier otra para
reflexionar. Pero en mi caso, hace ya algún tiempo que decidí elevar esta
arbitrariedad a deber, de modo que el día del 19 de febrero suelo ocuparlo en
mirarme a mí mismo y dedicar un rato a pensarme.
Hoy
cumplo 26 años. La edad en la que dejas de pasar gratis a la mayoría de los
museos de la Unión Europea; edad en la que entras en la categoría de adulto a
la hora de comprar los tickets de tren; edad en la que el precio de la tarjeta
del metro se duplica. Los veintiséis son una edad curiosa. La maquinaría del
mundo se empeña en recordarte que ya no eres joven, pero si se te ocurre
expresar tu preocupación por el paso del tiempo en seguida alguien te dirá que quién
pillara los veintiséis otra vez.
Suerte
que esta semana la he pasado en París, lugar donde las miradas de las encargadas
de los museos se han obstinado en recordarme que apenas me faltaban unos días
para tener que pagar la entrada. Por poco, decían. Yo sonreía.
Ayer,
por ejemplo, mientras recorría los largos pasillos del Louvre rumiando la falta
de compromiso artístico de un museo que, rendido por completo a las lógicas de
un centro comercial, no restaura ni limpia sus cuadros, se me vino a la cabeza
un pensamiento. Estaba yo observando una serie de pinturas nada llamativas, en
medio de una sala prácticamente vacía y no demasiado iluminada. Se trataba de
algunos de los pocos cuadros de Van Huysum que se hallan en el Louvre: maravillosos
cuadros de flores en los que la materia colorida de los vegetales parece cobrar
la vida de una figura en movimiento. Aquellas flores parecían conservar la
primavera entera en un gesto, pensé, y entonces una asociación imprevisible me
transportó algunos años atrás hacia aquella época en la que viví en Ciudad
México. Fue allí donde pasé la noche de mi veintidós cumpleaños, feliz porque
gente a la que quiero mucho me había organizado una fiesta sorpresa. En
concreto, el color morado de cierta flor en el lienzo me había trasladado a la
primavera en Ciudad de México, cuando los árboles de todas las calles se
llenaban de Jacarandas y la inmensa avenida de Insurgentes se teñía de morado,
como queriéndonos recordar que los colores con que nos vestimos para celebrar
nuestras fiestas y carnavales no son sino pálidos reflejos de las vestimentas
del mundo natural.
Tras abandonar -o, mejor dicho, ser abandonado- por el aquel recuerdo, me dirigí a la sala del arte griego antes de salir del museo. Y de nuevo la memoria me atacó: esta vez se trataba de un poema de Keats: Oda a una urna griega. En él, Keats se dirige a la urna y escribe:
Cuando
la vejez desgaste esta generación,
tú
seguirás en medio de otro dolor,
que no el nuestro, amiga del hombre
En
mi cabeza, la memoria de México, que no había terminado de marcharse del todo,
se mezcló con el poema de Keats, y entonces recordé que hubo un tiempo en que
pensaba los viajes como una especie de liberación. Viajar más significaba vivir
más, hablar con más gente, ser más sabio. Todo lo negativo estaba del lado de
lo que no se mueve o no cambia. De modo que fueron muchos los años en los que
solía gastar todo el dinero que tenía en viajar. Y no solo en viajar, sino en
todas aquellas experiencias que me pudieran procurar la mayor intensidad. Frente
a aquel frenesí que me había llevado a viajar a México o a vivir meses enteros
abusando de todo lo que me permitiera experimentar la mayor exaltación de las
emociones, se erguía ahora la verdad del poema de Keats: la belleza no está
unida a la velocidad sino a la permanencia. El arte expuesto en un museo es
hermoso por el solo hecho de que permanece frente a las sucesivas generaciones
que lo observan. Keats, que, por otra parte, murió joven y vivió deprisa,
comprendió una verdad que hoy yo tengo por esencial: todo lo que merece la pena
en esta vida se caracteriza por su capacidad para permanecer. Amamos las flores
de Van Huysum, los poemas, las amistades o la familia, porque tenemos la
certeza de que seguirán a nuestro lado mientras que todo lo demás está sujeto
al cambio. En este sentido, el arte es el más viejo y fiel amigo del ser humano:
aquel en cuya solidez de rocas o palabras nos podremos apoyar aun cuando los
golpes de la vida amenacen con derrumbarnos.
Este cumpleaños no tiene nada de especial con respecto a otros: lo paso, como casi todos, lejos de casa. Ahora en Canterbury, a este lado del Brexit. Hoy cumplo 26 años, y frente a la velocidad que caracterizó otra época de mi vida, observo con emoción cómo las amistades y los poemas crecen junto a mí, mientras yo, acodado en las lentas mañanas del sur de Inglaterra, aprendo también a permanecer a su lado.
Francisco Javier Navarro Prieto
Febrero de 2020, Canterbury
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Viernes, 2 de Mayo del 2025
Viernes, 2 de Mayo del 2025