Opinión

El fantasma (24)

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 18 de Abril del 2020
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RECORDANDO: Hace más de un mes que se publicó el último número de El fantasma, de nuevo aparece este sábado como era su costumbre. Todos estamos al revés, hasta este personaje ficticio.

Desde aquí quiero llorar por los que han muerto y los que siguen muriendo.

Pero también quiero festejar por los que sanan, entre ellos el director de este periódico, Francisco Navarro.

Y agradecer con lágrimas en los ojos el trabajo de miles personas que luchan cuerpo a cuerpo con el maldito virus. 

PONIENDONOS AL DÍA: Habíamos dejado en un pueblo de la Mancha, Bellavilla, a las autoridades buscando a un asesino, del que se entreveía su identidad, pero faltaba la constatación para prenderlo.

El Cabo de la Benemérita ideando métodos para descubrir al culpable, incluso echando mano de la Cinología.

Un antiguo policía tomando a chunga lo que ocurría en la villa y dándose a la gran vida. 

La narración continúa así: 

Una coincidencia de alto valor fue la causa del cambio de comportamiento del antiguo policía. Justo en el momento de acercarse a tomar el café vespertino, observó, como buen detective que fue en su momento, que el cartero, aparentemente con mucha prisa, se acercaba a casa del juez con un sobre de gran tamaño. Llamaba con cierto sigilo, sirviéndose del llamador y se introducía suavemente tras la puerta abierta, para salir al cabo de poco tiempo, sin portar el sobre.

Se hizo el encontradizo con el mensajero en una de las calles, cuando lo vio repartiendo la correspondencia a los vecinos. Tras saludarlo y comentar cuatro simplezas con él, le insinuó algo de su visita a casa del juez. El repartidor, aleccionado por el magistrado, negó haber estado en casa del letrado por motivos de comunicación oficial, más bien el envío tenía como destinataria a Jovita, la criada de la casa.

Insistiendo por el detalle de la rapidez en la entrega, se encontró con la respuesta de que,  repartiendo, siempre va con prisas por dos motivos, uno porque a la gente le gusta recibir sus cartas pronto y la segunda porque así terminaba antes y como era ligero de canillas aprovechaba su cualidad de movimientos.

No quedó Fructuoso convencido, evidentemente eran excusas para salir del aprieto. Única conclusión válida: «Habría que ponerse en lo peor, posiblemente el sobre contuviera la respuesta a preguntas sobre su propia identidad, y no tardarían en descubrirlo».

Habiendo sido conocedor Bornes de las comunicaciones que le llegaron al juez, se reafirmó en su teoría de identificar a don Fructuoso, el manido policía, con el autor de los asesinatos, pero habría que descubrir pruebas suficientes para poder incriminarlo, y que el juicio fuera condenatorio. Decidió dar un paso más y llevar a cabo su experimento cinológico con el perro que ya había probado con éxito.

Se presentó en la tienda del dueño de Cinca, don Joaquín, para concretar una cita y llevar a término en la realidad lo que habían experimentado “en laboratorio”. No hubo problema por ninguna de las dos partes para coincidir en día y hora.

Domingo, once y media de la mañana, está sonando el primer toque para la misa parroquial de las doce. Hace mucho rato que salió el sol y calienta la plaza, algunos hombres añados, otros mozos reciben a Helios  al abrigo de la pared en la base de la torre de la iglesia; ahí se corta el aire, siempre frío, que entra por el callejón de la Veracruz  y se bacinea, viendo entrar a la gente al templo, momento para criticar a unos, saludar a otros o echar un vistazo a la moza, que le gusta al vuelto ya de  la mili.

Dos hombres con un perro en Bellavilla toman la calle Encomienda, giran a la izquierda para seguir la calle Norte, vuelven a doblar por el callejón de la Veracruz; antes de comenzar su recorrido uno de ellos descubrió desde lejos que en el grupo soleado contaban con el que más les interesaba. A punto de encararse para entrar en la plaza, uno de ellos sacó, de una bolsa de plexiglás unos guantes blancos (los que habían mandado a Bornes en su momento con la carta mecanografiada, días posteriores al asesinato de Adeodato del Rey Ajenjo, alias “Guavidi”); hizo que los oliera el perro por dentro y por fuera repetidas veces. Se santiguaron, como pidiendo suerte con un gesto que por repetido había perdido sentido, pero así lo hicieron. Don Joaquín  soltó la correa que sujetaba al perro, éste comenzó a oler en todas direcciones, sin decidirse por tomar ninguna de ellas.

-Acérquelo un poco más a la plaza y sígalo con disimulo, -aconsejó Bornes al dueño.

-De acuerdo, -fue la respuesta y se adelantó al perro para que lo siguiera.

No hubo que repetir la acción, el can entró en la plaza del pueblo olismeando por el suelo y a la vez levantando la cabeza; lo seguía su dueño y a unos pasos Bornes observaba la ceremonia.

Moviendo el rabo como hacía siempre, Cinca se acercó al grupo de personas disfrutantes de la  mañana de domingo, levantó el hocico tomando aire en cantidades muy cortas, ponía en funcionamiento todo  instinto canino y cazador y resoplaba para seguir “buscando”.

El guardia civil no podía contenerse escondido detrás de la esquina, fue en ese momento cuando el can detuvo su búsqueda, se sentó y levantó su pata derecha, mientras miraba fijo la espalda de alguien, estaba detrás de uno de los componentes del grupo, que ni se percató de la presencia perruna. Fue el de la benemérita el que confirmó la identificación; no entró en la escena pero su mente la grabó en millones de píxeles. Únicamente don Joaquín se acercó unos metros y llamó repetidas veces a su perro, tuvo que darle una engañifa de salchichón, para que el animal dejara de señalar al dueño de los guantes blancos.

Uno del grupo dijo dirigiéndose a don Fructuoso:

-Oiga, ¿ese perro es suyo? Se ha quedado detrás de usted haciendo señal, como cazando.

-Seguro que lo ha confundido con un ciervo, -dijo otro riendo a carcajadas por el chiste, de identificación del policía con otro animal de cornamenta.

El único que no siguió la broma y puso cara de color cera fue el señalado por el gozque. Se le atragantó la saliva en la garganta y una tos de gripe profunda invadió todo su cuerpo. Conocía el sistema de identificación de personas por parte de los sabuesos. Reaccionó en unos instantes, y con la ayuda del compañero actual, Gumersindo, repensó que podría tratarse simplemente de una confusión del perro. «¿Cómo iban disponer en este pueblo, tan lejos de la capital, de perros adiestrados para estos menesteres?» -le argüía el amigo.

Pardiñas continuó su camino por la plaza, tras haber dado los buenos días al grupo, como si nada fuera con él. Disimulaba en el exterior de sus actitudes, pero dentro de sí era el hombre más feliz del momento: ¡Su Cinca había identificado al dueño de los guantes blancos, que Bornes le había dado a oler!

El cabo se acercó posteriormente al grupo y saludó amablemente añadiendo una sonrisa, rara en su cara, y  que pareció malévola para el buscado, antiguo policía:

-Buenos días tengan los señores.  Disfruten del sol en la mañana del domingo, que fortalece los ánimos. –Y continuó su camino girando la cabeza en un par de ocasiones, para encontrar la mirada de Fructuoso, con lo que le aseguraba que estaba en lo cierto sobre lo que en ese momento tenía en la mente: «No había sido casualidad que le perro lo señalara. Debería ponerse más nervioso y cometer algún error, que lo incriminara definitivamente.  Ahora se había confirmado, que el paquete con los guantes y el escrito en nombre del Fantasma, lo habían tenido a él como origen y manipulante». 

(Continuará)

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