Una primera
imagen de mis recuerdos me trae a la sencilla calle C, de “Las Casas Baratas”
elevada más tarde a calle Francisco Martínez Ramírez, donde mis padres
decidieron mudarse desde la calle Alfonso XII y otorgarnos una infancia que
desde aquel mismo día comenzó feliz, en esta plaza donde los pocos coches que
circularan por nuestra ciudad no entraban, y que se convertiría en nuestro día
a adía y donde gran parte de los sueños de un niño, seguían siendo eso, solamente
sueños. Sueños como tener y compartir mascota para todos y donde todos
ostentábamos el derecho a la elección de nombre, Peki una perra de color bruno
y lanosa a la que cuidábamos sin descanso hasta que llegaron sus últimos días y
la llevamos a la Montaña Roja, un gran montón de arena rojiza situada pasada la
“Era del Maestro”, para darle nuestro último adiós.
Os llevo a aquellos años, donde por esta plaza dos figuras entrañables la cruzaban, rutinariamente, a la misma hora, inaugurando el día para comenzar las clases en el edificio de un colegio que coronaba la arcada de la plaza y que hoy es la Escuela de Artes Antonio López. Eran Don Manuel y Doña Rafaela, maestros de Enseñanza Primaria en la escuela de Abelardo Contento, mis maestros, los cuales se labraron un lugar importante en mi historia.
En esta calle de al lado, a mi derecha desde
la ventana que hoy es el bar Bulli_cio, mi querida Amalia bordaba en meticulosa
letra inglesa la palabra dama de honor, adornada con agremán en dorado viejo,
llenándome de mimos y saberes del tiempo, regalándome con juguetes de otras
infancias ya crecidas.
Bajo los portales, en la esquina frente a
la Virgen que llegó de Valencia, la palabra droguería se llenaba de dulce, de
bolas de anís y caramelos Sacis de
diez a pataco… de colonia de a litro, de recado de Raki que podía limpiar hasta
nuestras conciencias y de paquetes de tabaco Fetén. Mientras, las hojas ruidosas de un cuaderno pasaban,
apuntando fiados. Benito, el droguero oprimía la medida del perfume, entre
sellos con cara, sobres y cartas para ser de amor o de madre, donde el champú
solamente existía de huevo y brea, y Angelita con toca negra y gris junto a la
mesa camilla, siempre un poco delicada, escuchaba los acordes de Los
campanilleros, que escapaban de mi guitarra…
Siguiendo por los portales, y en la
frutería, recuerdo a la entrañable Fige madre, que nos regalaba hojas de
lechuga y alguna otra sobra que no tendría comprador, para formar en el banco
de pico, nuestra tienda de juguete y vendíamos y comprábamos… y simulábamos y
jugábamos y aprendíamos a abrir con un chasquido monederos de madre, y a
esperar el turno y a charlar “-¿traes el casco?”.
Y llegaba la tarde y la merienda, y se iba
a por el bocadillo, y a por las aceitunas a la tienda de las chicas y mi
querida Chelo, la de Andrés Naranjo, como nosotros decíamos, llenaba el
cucurucho, de charla y de cariño con Orten, Fige, Fe y Juge, sus hermanas.
Cuando era un arte plegar el paquete del
papel de estraza, ella llevándose una aceituna a la boca, te regalaba otra y un
beso para pasar la tarde.
En ese jugoso tiempo en que todo era a
granel, hasta el cariño, y eso, precisamente tiempo era lo que todos teníamos,
y con las manos apoyadas en el mostrador y casi de puntillas, observábamos todo
lo que sucedía a nuestro alrededor, las cajas de botones de cartón ordenadas y
los lazos de seda que había que comprar de color rojo para la bata blanca de
nuestro uniforme de colegio.
Y allí, en la tienda aprendíamos una democracia
también de juguete, poniendo nuestros deseos en la urna de madera oscura, y
esperando que ganara la elegida el honor de ser reina o dama del barrio aquel
verano.
En la noche cercana en vísperas de fiesta,
la urna se abría, convocando a los vecinos en la plaza y se contaban votos,
historias… y se trasnochaba que para nosotros, la chavalería, era lo que
importaba.
Las noches al fresco de este barrio, daban
para mucha charla, la cual quedaba interrumpida por el cine de las sábanas
blancas al que pensábamos, ignorantes de nosotros que nunca nos llevaban… esperando
a otra noche prometida, los menudos del barrio nos íbamos ya de recogida a nuestras
casas.
Al final de los portales pasando la
panadería del bollo para el recreo, que encargabas en la mañana, la paciente
Jose, la panadera, nos esperaba. Llegamos después a la carnicería de Longinos,
donde los grafitis de hoy ya no recuerdan nada, y solamente tapan, encierran y
enmascaran, lo que aquella fachada observó de vida, de ajetreo de compras… en aquella
carnicería que nos dejaba helados, cada vez que su dueño abría la cámara para
extraer algún encargo de los clientes.
Los pequeños del barrio entrábamos y
salíamos de las casas de nuestros vecinos como si de un gran parque temático se
tratara, todas las casas del barrio nos eran conocidas y en todas te recibían y
cuidaban. El tío Vicente, nuestro tío compartido pues así le llamábamos a aquel
señor de Valencia que sentado a la puerta de su casa nos entretenía a todos los
pequeños vecinos.
Nuestro jardín, fue un parque entonces
todavía sin constitución y sin nombre, pero con guarda de bastón e insignia de
mando, del cual aún sin hacer mucho malo había que correr a la voz de “que
viene el guarda”, que era como “que viene el lobo”, y ese era nuestro juego,
esperar a un guarda que nunca llegaba.
Esta plaza que disfrutáis en este momento, los
que de no haber hecho botellón hacéis botellín, y quienes saborean el chocolate
con churros que no puede faltar en estas fiestas, os hace a vosotros ahora felices,
al igual que a tantos otros que la han paseado, jugado y disfrutado.
Los bailes de nuestra niñez eran cerrados y
acotados con tablones de madera y el pasar la puerta era entrar en la fiesta,
en el jolgorio para sentarse en un velador y disfrutar del ambiente, a los
pequeños envidiosos nos quedaba mirar entre las rendijas e imaginar que con
poco más de un palmo nos llegaría el momento y ya podríamos cruzar la puerta,
pero estar fuera era una aventura casi más emocionante que conseguir pasar dentro.
Nuestra farola fernandina rescatada y a
punto de marcharse como otros y otras consiguió quedarse y sigue observadora de
cómo se pasea el tiempo por aquí. De cómo entonces cuando en las vísperas de
fiesta, todos los pequeños organizados por
mayores como Félix y Andrés, íbamos cubriendo de engrudo banderitas de papel de
seda y colocando en los cordeles de bramante para más tarde colgarlas y adornar
el baile, aquellos días eran el inicio de las fiestas, ese era nuestro pregón,
el tiempo de la alegría y del festejo llegaba para noventa y nueve viviendas
sin redondear en cien.
Nuestro entorno era amable en la niñez, nuestra aventura recoger caracoles en las noches después de haber llovido, la vecindad se dispersaba por el parque, que entonces tenía para nosotros todas sus puertas abiertas y en cubos iban escogiéndolos. A los pequeños nos gustaba más mimarlos y cantarles la cancioncilla de caracol, col col…, después en nuestra casa el abuelo, los lavaba y preparaba durante días para cocinarlos más tarde con gran esmero y reunirnos a todos con el motivo de su degustación.
De mi querida calle C, pues todas las
letras del barrio tenían el sencillo nombre de una letra menos la calle Sevilla
que siempre ostentó su título pues el pintor al terminar su obra firmó poniendo
su nombre en la fachada, de ella podría deciros que esa calle cortita, que
después se convertía en plaza del Carmen, hasta la casa de mis tíos y mis
primos, donde tan acogida me siento y me sentía, me regaló hogueras de San
Antón, noches de tertulia, juegos, confidencias… Mi calle era de Cármenes, de
Marcial, de Anto, de Carmina y de señora Carmen, de buenas compañías, donde
sufrí mi primera pérdida en la amistad y sufrimos la última de la entrañable Justa.
En la calle, hay sonrisas que no se olvidan y que hemos de hacerlas vivir en
nuestra memoria para que sigan formando parte de la historia de todos.
Y mi calle siguió dándonos alegrías de
tertulias de amigas de mi madre, de lazos que se han hecho en el tiempo y que
el mismo tiempo fue desenlazando, Pepa el año pasado nos regaló su risa una única
vez más, en la puerta de casa de mis padres antes de marcharse con sus hijas
con las que se quedó para siempre en su memoria y la de mi madre.
El tiempo se nos vino encima y presencié
jugar a mis hijos en este mismo lugar, y pude contarles las historias que
encierra este entorno y disfrutar otra
vez de “la feria pequeña” como la llamaban mi hija Adela y mi hijo Fernando, y
volver a la fiesta.
Sigo unida a este barrio como cualquiera de vosotros, de los que vivís aquí, que guarda el cariño que nos dio nuestra familia y que es aquí donde todavía se reúne, unida a este barrio que me hace sentir querida y donde todo el que llega se siente abrazado por su encanto y su historia. Que sabe de alegrías y tristezas y que tiene la gente que hay que tener para conservar sus tradiciones, cuidarlo y mimarlo, a todos ellos […] gracias por hacer posible crear otras historias en otros niños, en otros jóvenes, que llegarán al barrio y que así sea siempre[…] para que este barrio siga tejiendo parte de nuestra vida.
En homenaje
al Barrio del Carmen, a los que allí fueron y siguen siendo amigos, a mi
familia, a mis vecinos, a todos los que
lo visitan y con mi especial recuerdo a
quienes ya no viven en él por una
mudanza tristemente imperativa y que formaron parte de nuestra vida en él. A
todos vosotros con mis mejores deseos de esperanza para esas próximas y felices
fiestas que volverán junto al tiempo apacible y saludable que todos anhelamos.
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Sábado, 21 de Diciembre del 2024
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