Opinión

De mi memoria adolescente II. El ciclismo

Juan José Sánchez Ondal | Miércoles, 16 de Diciembre del 2020
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En el capítulo anterior hablé del baloncesto, deporte  poco practicado entonces en Tomelloso. Predominaban el futbol y el ciclismo. Y de mis recuerdos del ciclismo en general trataré ahora. Digo del ciclismo en general porque pretendo  referirme no sólo a  práctica de él como deporte, sino también al uso de la bicicleta como medio de transporte  generalizado en una ciudad tan extensa y tan propicia para ello por su suelo carente de cuestas y repechos.

Es posible que Tomelloso fuera entonces -me estoy refiriendo a los años cincuenta del siglo pasado- el pueblo de España con mayor número de bicicletas. En cada casa, me atrevo a decir,  había una bicicleta por varón y alguna que otra de mujer. Podría saberse el número exacto pues, entonces, las bicicletas tributaban.  Estaban gravadas con el  arbitrio municipal de carruajes, caballerías de lujo y velocípedos. Era un tributo anual, cuyo pago se justificaba con un chapita que debía, a modo de matrícula, llevarse  cogida con un cordón de alambre, en la parte frontal, bajo el manillar, en el tubo de dirección.                             

De ahí que hubiera un censo o matricula de contribuyentes “bicicleteros” que dormirá en el archivo del Ayuntamiento. Archivo, por cierto,  que estuvo a cargo de nuestro ilustre profesor don Francisco García Pavón los años 1955/1960,  en base al cual escribió su “Historia de Tomelloso  [1530-1936], publicada, su primera edición, en  1955 (Madrid: Gráficas Sánchez) y presentada en el Casino de San Fernando, el  jueves 1 de septiembre  de ese año y, a continuación, quedó el archivo  bajo la dirección de la que fuera nuestra compañera de curso del colegio, Ana Victoria Velasco Santos,  entre 1960 y 1975.

De la afición ciclista tomesollera nos da ya noticia Félix Grande, en su Balada de abuelo Palancas.  El 20 de mayo de 1934, se celebró una carrera ciclista, con un recorrido de ochenta kilómetros, por aquellas carreteras  que “servían a los corredores no para hacerse ricos, sino para sufrir, y cuando las bicicletas no estaban fabricadas para cortar el viento, sino para embestirlo.” Obtuvieron premio en ella, nos cuenta Félix,  el ganador, Antonio Jareño el Candojo: treinta pesetas y un sillín de paseo; segundo veinte  pesetas y un manillar de carrera; tercero diez pesetas y un farol; cuarto un duro y dos cámaras de bicicleta; el quinto un duro y una cámara; el sexto cinco pesetillas y el séptimo un timbre.

De esa pasión por la bicicleta en Tomelloso y de tantas otras cosas, nos ha hablado recientemente Carlos Moreno en La Voz de Tomelloso, 19 de septiembre de 2020,  y no me queda más que añadir algunas pequeñas singularidades que permanecen en mi recuerdo. Como dice, la bicicleta fue compañera inseparable y elemento imprescindible de panaderos, lecheros, carteros, policías, afiladores, vendedores de mostillo, guardas rurales, agricultores, sifoneros y los vendedores ambulantes más variopintos…”  Efectivamente, recuerdo a los agricultores salir del pueblo con su espuerta de esparto y sus aperos de labranza, según la estación y tarea a realizar, en el trasportín, y recuerdo la bicicleta con sus dos cántaros de latón vacios,  aparcada en la puerta de la biblioteca municipal  mientras Félix Grande, terminado el reparto de su blanco contenido, se nos unía y participaba en la tertulia que allí presidía don Francisco García Pavón.  El otro gran poeta local y nacional, Eladio Cabañero, hacía también mención a aquellos “campesinos que vienen o van del pueblo en bicicleta, con la punta del copete de la abarca metida en los rastrales, sintiéndose corredores ciclistas…”

Por entonces, muchos domingos y festivos, cuando el tiempo lo permitía y, como los festejos taurinos,  “con permiso de la autoridad” -ya que quedaban reflejadas en el Diario municipal-  se celebraban carreras en el velódromo de gravilla gris que circundaba el campo de futbol y el de baloncesto con gran asistencia de público, bien por la concurrencia de renombrados profesionales del pedal, bien por la rivalidad entre los corredores del foro y de las inmediaciones. Entre los primeros: “Bahamontes, Poblet,…Manzaneque”, como nos recuerda  Moreno, o el malogrado corredor murciano  Antonio Sánchez Belando, “El Nene”, del que decían que era el único capaz de inquietar en pista a Poblet, que moriría a consecuencia de un accidente,   el 11 de abril de 1954, cuando participaba en el VI Circuito Ciclista de Cartagena, al chocar con un carro que se encontraba parado en una curva, clavándose en el pecho una de las varas del vehículo.

De los de Tomelloso recuerdo a una pareja famosa entre la afición local: “El Mena” y “el Heredia”.  Se decía que practicaban un singular entrenamiento, al que también se refiere Moreno. Bajaban a los pueblos de Jaén en unas bicicletas con una rueda de atrás gruesa y un “porta” o trasportín grande sobre el que, con un gran  pellejo lleno de aceite,  subían Despeñaperros  y, después,   por sendas y caminos, trochas y veredas, venían pedaleando, para venderlo en el pueblo.

En el velódromo, sobre las bicicletas de carreras, acostumbrados a las otras, y a las rampas del puerto, quitos, escoteros  o desembarazados de la carga, volaban. Por entonces se hizo famosa allí una frase que acostumbraba a decirle el uno al otro: “Alza el culo y cambia”, que quedó como expresión genérica para requerir diligencia, prontitud o rapidez en cualquier tarea.  Y,  no de ellos, sino de un espectador tomellosero, me hizo gracia una palabra, por lo expresiva  de la postura del esprínter, que le oí decir: “Cuando el Mena levanta el culo del sillín y empieza a dar camellás… no hay quien le siga.” Y es que el Mena, más que el Heredia, completaba los ingresos de su negocio con magníficos resultados en estas carreras, en las que, con frecuencia participaban otros corredores locales o de la zona (Rafael López, Julián Perona, Alfonso Losa, Manzaneque, de Campo de Criptana, Vicente Merino, de Malagón, etc.) Mi memoria adolescente, a pesar de no ser mala, adolece, en esta ocasión, de falta de detalle respecto de estos personajes ya que no alcanza a distinguir entre los dos Menas (Antonio y Daniel) y los dos Heredias (Vicente y Blas)  que, veo, participaban en aquellas carreras, aunque me inclino por los dos primeros  que eran los más frecuentemente  ganadores, según las crónicas.

De cómo, cuándo y gracias a quién se pavimentó aquel velódromo de gravilla nos  ha hablado Tinete Negrillo en su artículo “A propósito de las bicicletas” en la Voz de Tomelloso del Miércoles, 30 de Septiembre del 2020. Y de cómo, cuándo,  dónde y con quién, decían las lenguas de doble filo, que gastaban lo conseguido en los premios los mencionados Mena y Heredia, no seré yo quien lo propague.

Había carreras para niños, para neófitos y para profesionales, “independientes”, y aficionados.

Dependiendo del tipo de carrera, el número de premios y su cuantía  eran diferentes: unas veces eran fijos y predeterminados y otras variables: a repartir lo recaudado en taquilla. Muestra de esto son los  conseguidos en la carrera celebrada el 25 de Julio de 1955 según nos informa  el   Diario municipal:

   “En el Estadio municipal, a las 18'30 horas, con los precios de 4 y 2 ptas., se celebró una carrera de bicicletas, repartiéndose el total de la taquilla, que fue de 705 ptas., entre los ganadores, de la manera siguiente: 1º Francisco Alcañiz, 235 ptas. 2º.- Pedro Marquina, 188. 3º.- Vicente Heredia, 141. 4º.- Antonio Linares, 94 y 5º.- Alfonso Losa, 47.”

Permítanme una digresión a los efectos de calcular la asistencia. Las 4 pesetas era la entrada de hombres y las 2 de mujeres y niños. Si estimamos una asistencia del 80 por ciento de varones mayores y 20 por ciento de mujeres y niños, la asistencia de aquella velada, no de las más atractivas, que recaudó 705 pesetas, debió  estar próxima a los doscientos espectadores.

No faltaban las carreras a beneficio de determinados fines o de solidaridad con compañeros, como la que tuvo lugar  el domingo 16 de noviembre de 1952, a beneficio del corredor local Vicente Heredia, que resultó con fractura de clavícula en la anterior carrera celebrada el día primero de noviembre.

Entre mis primeros recuerdos del ciclismo está la llegada, el 3 de octubre de 1952,   de la octava etapa Toledo-Ciudad Real-Tomelloso, de la II Vuelta Ciclista a Castilla, con la participación de figuras españolas de la talla de Bernardo Ruiz, Gelabert o San Emeterio. Y, en el verano del año siguiente, la carrera en el velódromo municipal, de nuevo, con  Gelabert, Bahamontes y Langarica.

Presenciando una de aquellas carreras, en pleno verano y bajo un sol de justicia,  mi hermano Luis,  q.e.d., cogió una insolación y nos llevamos un buen susto.

Como he indicado, con frecuencia acudía a correr, Fernando Manzaneque, desde Campo de Criptana. Con él coincidí, y fuimos charlando durante el trayecto, en el tren,  camino de la feria de Valdepeñas de 1954. Yo iba invitado por mi compañero de curso y amigo, también fallecido, Jesús Castaño Izarra,  y él iba a participar allí en una carrera.  Y, hablando de Bernardo Ruiz y de la vuelta a Francia, me comentó: “hombre, si yo pudiera entrenar como él…, pero fíjate que he estado segando toda la campaña hasta el otro día”. Después Fernando sería un gran corredor que haría un magnífico papel en el Tour, llegando a quedar  un año en sexto lugar.

Para concluir, pidiendo disculpas por el protagonismo,  me queda hacer referencia a mi modesta, y un par de veces accidentada, relación con la bicicleta.

 Al cumplir los seis años un tío me regaló una pequeña bici azul de piñón fijo, con ruedecillas supletorias con la que aprendí a sostenerme sin ellas. Pasaron muchos años sin volver a montar en velocípedo alguno y como dicen que el montar en bicicleta no se olvida, cuando llegue a Tomelloso y vi una preciosa Orbea de paseo de mi padre, que con sus cincuenta años, su 1,90 de estatura y sus cien kilos de peso, había aprendido a montar o, al menos, a mantenerse y progresar en un equilibrio un tanto inestable, lo primero que hice fue sacar la bici y probar a dar con ella una vuelta a la plaza (del Carmen). La mayor altura del sillín y, seamos sinceros, mi escaso dominio,  hizo que tras la segunda curva fuese a parar contra la valla de la casa del maestro don Mariano  Herraiz,  que me recibió – la valla, no el maestro- no muy amablemente, causándome  unas profusas rozaduras en el costillar derecho que, en previsión de que  no me volvieran a dejar tocarla, y ante la ausencia de testigos, sufrí en secreto.

Por cierto, don Mariano, bajito, enjuto, mayor, -que tocaba la flauta travesera y nos dio algún concierto y alguna siesta, ensayando- debía haber aprendido a montar en bici hacía poco tiempo,  como mi padre. Cuando venía o iba en ella, como dirigiera su vista a alguno para saludarle, alguna que otra vez, el saludo terminaba, más que en gesto, en conato de atropello.

Fui adquiriendo mayor soltura y nos compraron una DAL, de paseo también,  negra, con trasportín en el que llevaba a mi hermano al colegio y  con la que me familiaricé hasta el punto de participar en pruebas de habilidad en las fiestas del Carmen,  como   las carreras de cintas, de obstáculos o las de equilibrio, consistentes en llegar, no el primero, sino el último, sin poner pie en tierra, en un corto circuito.

Pero el anterior no sería mi único percance “bicicleteril”. Meses después, ya con mi DAL, terminado el curso y recién comenzadas las vacaciones, un día fui a acompañar a mi amigo Cristóbal hacia la Alavesa. Me refiero a Cristóbal  García Rodríguez con el que mantuve, hasta su final, aunque fuera telefónicamente, una amistad de las que ni la distancia hace palidecer ni el tiempo debilita. Entonces su madre, viuda, llevaba el comedor del Pantano de Peñarroya que estaban construyendo –“El empantano”-. Cristóbal la ayudaba en la tarea y con su bicicleta venía al pueblo a hacer la compra de los productos necesarios.

 ¡Cuántas charlas, después, en la  trastienda, en la “rebotica” de su papelería!

Le acompañé durante bastante trecho hasta que me di cuenta, por la altura del sol y por su fuego,  que se me estaba haciendo tarde para llegar a casa a comer. Di la vuelta y para ganar tiempo y acortar distancias, por una senda de tierra, aceleré cuanto pude. En una curva me derrapó la bici y el morrón fue bueno.  Consecuencias: unas rozaduras en la pierna y el brazo derecho en carne viva. Llegué a casa cuando ya estaban en la mesa. Subí al cuarto de baño y como pude me lavé las heridas y para que no se me notaran me puse una cazadora de verano blanca cuya manga larga tapaba las gasas y los esparadrapos, indumentaria que llamó un tanto la atención de mi madre, dado el calor que hacía.

Aquella tarde había sido elegida para que me compraran, en premio de haber aprobado el 4º curso de Bachillerato, mi primer reloj de pulsera. Fue un reloj niquelado, de marca Demax, desconocida, pero suiza (swis made), que me duró media vida y que, aún funcionando perfectamente, perdí un día cuando llevaba en brazos a mi hija Luisa. Debió saltar uno de los vástagos de la correa y no advertí su caída. Pero todo esto viene a cuento de que desde casa a la relojería  (Joyería de Román Angulo, en Don Víctor 19)   que había una considerable distancia, llevé a mi madre cogida de mi brazo herido  aguantando el dolor por no descubrir, de nuevo, la caída.  

Pero ¿Quién, que haya montado en bicicleta con la frecuencia que lo hacíamos entonces, no tiene anécdotas más jugosas de descabalgamiento “bicicletero”? y ¿Quién, a consecuencia de golpes o desgastes, no pasó ese su medio de transporte o deporte, por la enfermería del taller de bicicletas de Negrillo? El que no tenga una caída en su cuenta, que tire la primera piedra.

Allí quedaron las dos bicicletas, la Orbea y la DAL, aún en buen estado, y, con ellas, todos estos momentos y otros muchos que, sin embargo, perviven en esta mi memoria adolescente.  Les guardé fiel ausencia, pues no volví a cabalgar en bicicleta alguna.

Comenzaron a verse desplazadas por los ciclomotores, las motos de baja potencia, las rojas “Guzzis” y las verdes “Montesas” y “Vespas”.  Después, aunque siempre hubo algún que otro “Mercedes”, llegó el “600”. Pero entonces yo ya no estaba allí.

Madrid, diciembre 2020.

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Miércoles, 24 de Abril del 2024

Bonitas anécdotas "bicicleteras" Mi padre y yo recuperamos aquellas viejas y olvidadas bicicletas y las intentamos recomponer y restaurar. Ya son muchas las que devolvimos a la vida y digo muchas porque son más de 100 las que tenemos en colección. Ni que decir tiene que cuando estamos cara a cara curando las heridas de estas máquinas, inevitablemente ves las marcas de su ajetreada vida e imaginas cómo fue. Muchos te cuentan anécdotas y vivencias increíbles cuando nos dan sus bicicletas que pertenecían a sus padres y abuelos. Y os aseguro que cuando trabajas con las protagonistas de esas historias y sabes lo que vivieron, en algún momento parece que lo visualizas y revives aquellos escenarios que te han contado. Particularmente cuándo hemos tenido algunas que se dedicaban al estraperlo como bien dices con aceite y con tabaco. Que pena que se estén perdiendo aquellas historias que nos contaban nuestros mayores.

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