Opinión

Sabores

Tomás Perales Benito | Sábado, 19 de Diciembre del 2020
{{Imagen.Descripcion}}

Andábamos por el año 1969. La ciencia, espoleada por el aguerrido y casanova Kennedy, había conseguido poner los pies de los humanos en el satélite —el único que acompaña el cadencioso periplo del planeta— que los grecorromanos insistían en llamar Selene por imperativo de su lengua, la que fue nuestra por adopción. A tantos años vista desconozco cuántas semanas, arriba o abajo, mediaron desde aquella efeméride en mi cambio de asiento. Contagiado por la costumbre de marcar los hitos, como las lindes en las viñas, resulta que mí salida del pueblo la asocio con aquella gesta del espacio. Acaso la respuesta se encuentre en que ya me dedicaba a la tecnología. Inútil intentar saber si aún estaba en la casa familiar o retorné para el evento; el caso es que presencié el alunizaje en el receptor de televisión que les había construido poco antes a mis padres, sufragado por ellos. No fue fácil sortear la inquieta espera del momento de ver pisar suelo lunar por la pertinaz insistencia de mi madre en que la madrugada te debe encontrarte entre las sábanas.

¡Ay! el tiempo, tan lento con dieciséis, tan seguro y parsimonioso con treinta, tan rápido e inseguro al traspasar la linde de los sesenta. Ahora soy —en el lenguaje de la pandemia— un factor de riesgo. Pero, como a Sísifo con su piedra, en todos los momentos de las cinco y pico decenas trascurridas, me han acompañado dos pesares de sabor opuesto, acaso la manifestación de la dualidad de la vida. O la vida misma.  El primero es una voluminosa espuerta de imágenes dentro de una moviola, a mi cargo. A sus mandos de avance y retroceso, veo mi pueblo y su desenfrenado trajín. Me detengo, a voluntad, con el herrero, al que visitaba y admirada, envuelto en una sensación de inutilidad por sentirme incapaz de sus proezas con el martillo y el fuego. Veo la estación, las humeantes chimeneas, los canales de riego del pantano en los que espantábamos los rigores de nuestra Tierra Seca, la plaza, la calle de la Feria, ese inmenso salón social al atardecer. Veo las vides mimadas por hacendosas manos. Veo a “los del pueblo”, en sus oficinas y talleres. Veo a tanto pintor, poeta y escritor en plena armonía con la diversidad, amalgama de singularidades. El segundo pesar es una losa, paisana —poco antes o poco después—del laureado alunizaje. Sintiendo que el nido se me quedaba pequeño, tomé las alforjas y el camino de otro más grande, con las oportunidades más al alcance de la inquietud, acaso la ambición. Años después, aposentado, con los objetivos cumplidos, con paz dentro y fuera del cuerpo, el capítulo podía darse por cerrado si el organismo no estuviese advirtiendo (“recochura”, palabra que no falta en mi diccionario) que faltaba un epílogo. Era el amargo sabor que destilaba sutilmente la sensación de abandono del pueblo cuando más lo necesitaba. Al contemplar hoy, de visita, los cambios que ha experimentado, los siento extraños, completamente ajenos, y percibo que me miran con los ojos ladeados de los culpables. Entonces me embriaga la sensación de ser un forastero. Un día, como el que acude al confesionario, tomé la pluma con ansias redentoras. El resultado fue La huida al desnudo, un artículo descarnado tildando de cobardes a los que, como yo, huyeron. Pero, del mismo modo que la flor de loto nace en la putrefacta charca, aquel artículo marcó una entrañable relación con un trocito de Tomelloso en Madrid: La Casa de Castilla- La Mancha. Por una ocurrencia de alguien, me nombraron Tomellosero ausente. Y allí, en su viejo y sabroso salón de actos, espejo de tantas voces principales, me estaban esperando dos primeras espadas de la literatura —los hermanos López Martínez— para criticar con crudeza el contenido de mí artículo. Pensé que se defendían porque a ellos también les afectaba como “huidos”. Fue una memorable jornada con la encendida participación de los asistentes, que unieron sus voces a favor o en contra. Durante unas horas, aquel espacio cultural era Tomelloso. Me llevé bajo el brazo una distinción y una saludable amistad, que ahora, en tiempos tan tristes, rememoro. La memoria es lo más hermoso que tenemos, aunque, en ocasiones, a su albedrio, se amotine y te traslade a las páginas más negras de tu existencia. 


1373 usuarios han visto esta noticia
Comentarios

Debe Iniciar Sesión para comentar

{{userSocial.nombreUsuario}}
{{comentario.usuario.nombreUsuario}} - {{comentario.fechaAmigable}}

{{comentario.contenido}}

Eliminar Comentario

{{comentariohijo.usuario.nombreUsuario}} - {{comentariohijo.fechaAmigable}}

"{{comentariohijo.contenido}}"

Eliminar Comentario

Haga click para iniciar sesion con

facebook
Instagram
Google+
Twitter

Haga click para iniciar sesion con

facebook
Instagram
Google+
Twitter
  • {{obligatorio}}