Opinión

San Valentín

Dolores la Siniestra | Lunes, 15 de Febrero del 2021
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El domingo pasado fue San Valentín. Es de esas festividades extrañas –entre comerciales y sentimentaloides, casi de película de sábado por la tarde que ejerce efectos somníferos- que, sin embargo, siempre le dejan a una con un punto de desazón.  

Y es que mi marido es muy tradicional –lo que a estos efectos también puede traducirse como poco romántico- y para él todo lo que se escape del cumpleaños y el Aniversario –de bodas- no existe. Por lo que, como adivinarán ustedes, el 14 de febrero pasó –ha pasado durante toda mi relación con él- con más pena que gloria. Con olvido, sería más propio decir.  

No es que esperara nada de él, aunque no les voy a negar que el San Valentín de los cuarenta –años-, como casi todo desde que friso esa edad, lo había soñado de una manera distinta.  

Y, quizá, no diferente en cuanto a la ejecución –porque en eso, Marcos, será fruto de su adolescencia sí que no obvió la celebración que ensalza al fornido angelote Cupido-, pero sí que divergente en cuanto a los actores.  

Me explico. Que, como dice mi prima, cuando me pongo a filosofar ni yo me aclaro. O sí que lo hago y lo que ocurre es que no me hago entender –o las dos a un tiempo. 

A mí, en mis “cuarenta iniciados”, me apetecía que, por una vez en su vida, mi marido hubiera ido a la floristería, hubiese elegido un ramo de rosas y me las hubiera traído con un peluche junto con una tarjeta –de ésas de muchos globitos y corazones- que, en letra “de palote” –que decía mi abuela-, pusiera un “te quiero”.  

Sí, deseaba algo “ñono” y convencional. Un cliché. Algo que me permitiera mentirme a mí misma sobre el hecho de que el amor y su eternidad es una cuestión como la vida –personal.  

Pues no. Mi marido, como acostumbra, desatendió el catorce de febrero, prefirió entretenerse con los partidos de fútbol y descabezar un sueñecito de esos de domingo antes que buscar mi –aún- turgente cuerpo.  

Y, como les adelantaba, Marcos, el millennial, preguntando si “su MILF” no iba a reservarle un hueco –y/o dos- en el día de los enamorados, aprovechó los vacíos, los silencios, las desatenciones y la maldita costumbre que, quizá, todos tenemos de considerar que lo no dicho es sabido. 

El resto fue una habitación de hotel, una cama con pétalos de rosa y una botella de champán con dos copas, sostenidos por un osito ataviado con un frac. El otro resto queda para nosotros, pero se lo imaginan. 

A mí, San Valentín, no me gusta. Nunca lo hizo.  

A mí, como a todos, me gusta que me quieran, que me lo digan y, sobre todo, que me lo demuestren.  

Y no quiero fechas en los calendarios, ni sorpresas que en el ticket de venta suponen tres o cuatro dígitos.  

Lo que quiero, como todos, es un zumo de naranja el día en que estoy floja de ánimo, un beso de esos inesperados, un abrazo por la espalda en la cama y que me miren, con ojos enamorados, cuando me estoy maquillando. Incluso que me digan que me ven guapa esas mañanas en las que despiertas con unas pintas que asustarían al miedo.  

No creo que sea pedir mucho.  

Y de eso, San Valentín, creo que no –nos- enseñó nada.  

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