Tocan las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Dan
las once de la mañana del Viernes Santo. Los nazarenos este año tampoco se han
vestido de morado. Cierro los ojos un segundo, oigo cornetas y tambores, casi
puedo ver el paso del Niño de “El camino del Calvario”. Siento la punzada del
recuerdo de otros años felices. Busco un lugar donde sentarme. Tomo asiento
junto a una anciana que da de comer a las palomas. Tiene la mirada perdida,
pero cambia su expresión en cuanto siente mi presencia. Me mira compasiva:
—Llora sin cuidado. Llorar
limpia el alma —me dice. —Se están
retrasando los costaleros de la Hermandad de Jesús, les toca salir ahora, están
tardando, no sé por qué —susurra mientras fulgura en mi mente por un instante
la imagen de los costaleros entre nazarenos vestidos de blanco y verde. Se me
encoge el corazón.
Una mujer joven cruza la plaza y se dirige a nosotros con paso resuelto.
Respira hondo, y le tiende la mano:
— Vamos a casa abuela, mamá nos espera para hacer las torrijas y
freír el bacalao, ya vamos tarde. No te vuelvas a ir tú sola, que luego no te
encontramos. Vámonos, anda, no hay procesión por culpa del coronavirus.
Se alejan las dos mujeres, la joven con prisa; la anciana a
regañadientes, lamentando perderse una procesión que tampoco va a salir este
año. Antes de llegar a la esquina, echa un último vistazo al lugar donde ha
estado sentada. Yo las acompaño hasta que ya no me alcanza la vista. Me vienen
a la mente imágenes de torrijas, flores, hojuelas, rosquillos, natillas…, y
descubro que el recuerdo de mi niñez está impregnado del olor de dulces
manchegos. Los recuerdos que el viernes santo me acompañan son pedacitos de
días de pascua de hace muchas décadas, días de alegre primavera, de vestidito
claro y zapatos nuevos, de manga corta y rebequita, de incienso, tomillo y
romero. Echo de menos el trasiego de las gentes en un ir y venir sin fin, la
alegría de las calles llenas de vida, el alboroto confuso de sonidos, las
terrazas llenas, la Semana Santa de procesiones y cofradías. ¡Maldito
coronavirus! ¡Cuánto nos ha robado!
El 14 de marzo de 2020 cambió nuestras vidas para siempre. En realidad ya
había cambiado antes, pero no lo sabíamos. Hacía meses que veníamos hablando de
un virus que desde Wuhan se iba extendiendo por el mundo, pero no éramos
entonces conscientes de que viajábamos en tercera clase hacia un destino
trágico en un viaje sin retorno. La caja de Pandora había sido abierta y de
ella habían escapado todos los males inimaginables.
Desde el inicio del confinamiento, con el estado de Alarma y nuestros
movimientos y libertades limitadas para contener el coronavirus, hemos vivido -
desde el terror y la angustia de muchos a la inconsciencia y el egoísmo de
otros-, un año de fatalidad que nos habría gustado no tener que sufrir. Los sanitarios se enfrentan al inicio de la
pandemia a una lucha titánica cuerpo a cuerpo con la enfermedad y la muerte,
sin respiradores, sin guantes ni mascarillas, atrapados en un sistema sanitario
precario y colapsado. Mientras tanto, en agradecimiento por su labor y su
entrega les aplaudimos todas las noches a las ocho desde ventanas y balcones
como si estuviéramos en un corral de comedias asistiendo a una representación
teatral cuyo trágico final no está al alcance de todas las conciencias.
El Congreso y los gobiernos
regionales, enfrentados en un vergonzante campo de batalla, tirándose los
trastos a la cabeza, eludiendo responsabilidades, se culpan los unos a los
otros de la desastrosa gestión pandémica mientras en los hospitales saturados
se elige a quién atender por falta de medios, y
en las residencias de mayores el virus se ceba con los más débiles…
Esperábamos poder ver la luz al
final del túnel, confiábamos en la llegada de la mejor herramienta que nos
podía dar ciencia contra la pandemia: la vacunación masiva. Un año después,
seguimos pagando un precio altísimo en vidas, en contagios, en actividad
económica, en alegrías e ilusiones.
Tenemos vacunas, pero no llegan a toda la población, el arranque ha sido
lento y la organización logística ineficaz.
Me digo a mí misma que todo va a ir bien, que vienen tiempos mejores, que
pronto toda la población estará vacunada y que podremos seguir con nuestras
vidas, que seguiremos adelante, que aprenderemos a vivir sin los que nos faltan
aunque jamás podamos olvidarlos y el dolor nos acompañe siempre. Vivir del
pasado es condenarnos a morir en vida, me lo repito una y otra vez, pero aún no
acabo de convencerme.
Miro a través del cristal de la ventana mientras escribo. Ha pasado una
semana desde el domingo de resurrección y los vecinos tienen aún al pelele
colgado del balcón. Este año tampoco lo hemos manteado, no ha podido volar. Se
ha quedado en casa, confinado como nosotros. Al verlo, me vienen a la mente
unas palabras que leí no recuerdo dónde: “Justo cuando la oruga piensa que es
su final, se transforma en mariposa, abre las alas y alza el vuelo.” Me digo
que sí, esta vez más convencida, que renaceremos de nuestras cenizas. Dejaremos
una parte de nosotros mismos en el proceso, pero seguiremos adelante, más
sabios, más humanos, más fuertes. Pronto abriremos las alas y alzaremos el
vuelo. La alegría tomará las calles, se llenarán de vida de nuevo, y el año que
viene volveremos a vivir la Semana Santa manchega con sus dulces, procesiones,
cofradías y saetas.
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Miércoles, 15 de Enero del 2025
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