Opinión

Así lo relató, en un cuaderno, un joven español que emigro a Alemania en los años sesenta

Salvador Jiménez Ramírez | Jueves, 9 de Septiembre del 2021
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“Raro era el día que el patrono no contara los obreros en el tajo y de seguido recorría el resto del latifundio… Un día había un jornalero, recién contratado por el caporal, sin contar con el amo y como el conteo fue hecho desde un ostentoso automóvil, pensó que se había equivocado en la suma y dio marcha atrás, empezando otra vez el recuento… Entonces se percató de que  en la cuadrilla había un peón nuevo, que tenía algo raro que no le agradaba y más por no haberse quitado la boina, como los demás, al verlo pasar;  para darle los buenos días… Y era que, en la hondura del alma y brillo de los ojos de aquel campesino, había algo que era un enigma para el dueño.  

  Con aire seguro y prepotente, de individuo que disfruta de todo y todo lo tiene, aquel “señor” se bajó del impresionante vehículo, y tal vez por tener malas referencias de la “indocilidad” del jornalero, al protestar por tanto “estrujamiento en las tareas”, le dijo: “no te necesito, no vengas más,  otro vendrá en tu puesto”. Aquel humilde operario agrícola, se sintió humillado y despreciado y se dio cuenta que, en esta vida tan mentirosa, injusta y puñetera, solo cuentan el poder del dinero y el poder que tienen los que lo poseen. Y si quieres sacar partido de los que están forrados y de los habilidosos y políticos, retorcíos y demagogos con mucho brillo, que mandan más que Dios;  bailan todos al mismo son y se ladran, pero no se muerden,  tienes que, con sumisión, deslumbrarlos con pelotilleos e ingenua cortesía; alabando todas sus excentricidades, fullerías, malas intenciones, simplezas y manías….

   Aquel era uno de los cientos de emigrantes manchegos, que formaban parte de la expedición que, desde la capital de España, partía con destino a países desconocidos, del centro de Europa. En el rostro de aquel campesino, estaba la marca de una vida regulada por muchos soles y cierzos en el campo. Como yo, te fijaste en él cuando lo viste llegar y subir al tren. Era una de esas personas que llevan reflejado en su ser la integridad de que está dotada el alma de algunos seres humanos, o ese “motor-vida-conciencia” al que llamamos alma. Había en él como una fuerte energía de la individualidad e integridad…; con una soledad muy íntima, recelo y desconfianza, que le hacían monologar… De vez en cuando hablaba de todo lo que dejaba atrás en su tierra: de su huerta, de su noria y de que nada más  llegar a Alemania, tenía que escribir una carta a su familia… Era un ser humano de aquellos que, a la hora de comer, tomar la primera cucharada o mojar la primera sopa en el guisado, junto con su esposa e hijos, pronunciaban las palabras: “¡…, hoy ya estamos comiendo…, mañana Dios dirá…!

  Ocupó un asiento en nuestro mismo vagón; de un tren cochambroso que, a juzgar por la pinta, sólo servía para transportar ganado y emigrantes. Su maleta iba en consonancia con las de todos nosotros y con aquel tren… Una de las veces que la abrió por exigencia de la policía, se le rompieron los cierres y para cerrarla tuvo que quitarse el cinturón que sujetaba su raído  pantalón de pana. En el vagón, íbamos tantos emigrantes que, cuando teníamos sueño, lo mismo se veía sostenerse los pies en los cuerpos de unos, como las caras en los pies de otros. La ventanilla del vagón debía estar encasquillada desde que fabricaron el tren, lo que hacía que allí reinase un olor a “recocido”, “avinagrado” y asfixiante, de cuerpos salitrosos y pies sudados… Una de las veces que el tren paró, vimos que en la estación había más trenes y  uno de los más hermosos, tenía  blancas cortinillas en las ventanillas con dorados adornos… Una mano apareció y las corrió, dejando visible parte del interior del compartimiento, donde había literas muy limpias y sobre una de ellas una persona tumbada con papeles en las manos. Al ver aquel cuadro, nuestros cuerpos fueron sacudidos por picores, como si todas las hormigas de un hormiguero se nos hubieran metido por las venas. El individuo de la inmaculada cama, hablaba con otro  que, con cierto desprecio, se nos quedó mirando. Creíamos que pasaba algo raro, pero pasados unos minutos, alguien dijo que en aquel tren viajaban “peces gordos”… Entonces recordaste aquel dicho  de tu madre: “¡No te canses hijo mío, que en este mundo el pez grande siempre se come al chico!

  Nuestros cuerpos estaban extenuados y nuestros rostros demacrados, a causa de un viaje tan largo, todos apelotonados; mientras que los viajeros del tren “hermoso”, aparecían tan limpios y brillantes. ¿Quiénes eran aquellos seres humanos, bendecidos por el cielo santo, que estaban predestinados a gozar de cosas, que nosotros ni tan siquiera imaginábamos? Pero todo aquello a ti no te extrañaba, porque estabas acostumbrado a penar;  aunque un pensamiento raro, venido vete a saber de dónde, te decía que aquella gente no había sido amasada con el mismo barro, con el que habíamos sido hechos nosotros. Por eso te parecía normal emigrar de la tierra que te vio nacer, sufrir, trabajar, de sol a sol, por un sueldo de miseria y pasar necesidades… Estabas conforme con saber que vivías… Te contentabas con existir…”. 

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