Opinión

Telebasura

Ramón Moreno Carrasco | Martes, 9 de Noviembre del 2021
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Lo llaman «telebasura» y por lo general suele ser despreciada por la sociedad en un ejercicio de cinismo digno de ilustrar los más eruditos manuales en la materia, pues los pingües beneficios de las cadenas televisivas y demás prensa de papel cuche a ello dedicada lo desmienten.

Sea como fuere, debo mostrar mi total desacuerdo con la forma de pensar imperante, pues aun siendo cierto que los contenidos son de pésima calidad, los rumores y seudoinformaciones carentes de relevancia alguna y el formato histriónico en que es emitido para echarse a llorar, no lo es menos que también viene a mostrar la contumaz forma de cómo la mediocridad está venciendo al esfuerzo y el talento que para algunas personas es consustancial.

Que las facultades de periodismo estén llenas de jóvenes que cuando acaban sus estudios, con el implícito esfuerzo que ello conlleva, incluso no pocos con estudios postgrados y cosas así, vayan directamente a engrosar las listas de parados o a trabajos en sectores distintos, al carecer de la más mínima oportunidad para acceder a la profesión que constituye su anhelo, mientras otros están ejerciendo el periodismo rosa sin formación, ni abrir un libro en su puñetera vida, de lo cual se ufanan sin ningún tipo de rubor, con un par como dirían los castizos, y ganando sueldos astronómicos al alcance solo de un sector minoritario y privilegiado de la sociedad, es, cuanto menos, para hacer una reflexión al respecto, sin que la excusa de que eso no es «cultura» sirva para ignorarlo, pues es causa concomitante de la reversión actual de algunas conquistas sociales de nuestros ancestros.

Descendientes de personas talentosas para lo que podríamos denominar «arte-espectáculo», como la canción, el cine, la tauromaquia, etc., con la desgracia de que no han heredado vía genética siquiera una pequeña porción de él, excónyuges frustrados dando pormenorizados detalles de los motivos de su siempre traumática ruptura, amantes ocasionales jactándose, sin ningún tipo de rubor, de la tórrida noche de pasión compartida con el/la cantante de turno, familiares y amigos reclamando una pequeña porción de tan suntuoso pastel, nos deleitan a diario con su intelecto y su soez lenguaje.

La rentabilidad de este tipo de industria del ocio y la efímera notoriedad de dichos personajillos obliga a las empresas a estar creando constantemente nuevos famosos con los que dar variedad al espectáculo. Para eso se crean los «reality show» o «telerrealidad», donde desconocidos/as, siempre jóvenes y guapos/as, conviven durante un tiempo en sitios más o menos paradisiacos, para discutir, enamorarse, tener encuentros íntimos delante de las cámaras, serse infieles ante tentaciones previamente seleccionadas por psicólogos expertos, pues sin infidelidad el morbo se va a hacer puñetas, y posteriormente seleccionar de entre ellos a los más beligerantes y conflictivos, a los/as que han sucumbido a la tentación y mandan a paseo a la pareja, o los que perdidamente enamorados se arrepienten de su debilidad y deciden darse otra oportunidad.

Con estos últimos se crean nuevos personajes mediáticos que convierten su intimidad en mercancía y la venden al mejor postor. Las entrevistas dadas para dar exhaustivas explicaciones de los recónditos motivos que los llevaron a cometer las tropelías descritas suelen ser muy lucrativas. Luego son invitados a programas semejantes donde, con toda intencionalidad, repiten conducta, con vuelta a entrevistas y justificaciones superfluas. Así hasta que el nuevo famosete cansa y lo mandan a su casa y a su vida de antes. Pasados unos años, no lo conoce ya ni la madre que lo alumbro. 

Este tipo de vida, en la que pasas de ser un don nadie a que te llamen de las discotecas y locales nocturnos más elitistas para, previo pago de su importe, visitarlas, pasar allí la noche y ser aclamado de manera histriónica, como si hubieses inventado la penicilina y salvado a la humanidad de una gran catástrofe, es infinitamente más atractivo que pasarte cuatro o más años en la soledad de un cuarto descifrando apuntes y manuales técnicos, sin dinero siquiera para invitar a una cerveza a él/la compañero/a de estudios que tantos insomnios te causa, pendiente de si te conceden la maldita beca o no, para luego pasar otros tantos años pateándote medio mundo con el curriculum en la mano en busca de un trabajo en el que, en el mejor de los casos, ganarás un ínfimo salario que te permitirá invitar a tu pareja a cenar una vez al mes.

De los inveterados empollones, que haberlos ahílos, los premiados por sus excelsos logros académicos, los científicos que no encuentran financiación para estudios que sí pueden mejorar e incluso alargar nuestra vida, etc., se hacen, en el mejor de los casos, menciones sucintas.

El secreto radica en que ver reflejadas en la pequeña pantalla nuestras propias miserias provoca una especie de efecto consolador, al sabernos iguales a nuestros semejantes, y ayuda a la autojustificación, en tanto constituye la prueba empírica de que el haber dejado pasar ciertas oportunidades por dejación o ausencia de capacidad de sacrificio no es, en absoluto, un hecho grave, pues aquellos que optaron por esa vía no gozan de más reconocimiento social ni de mayores recursos económicos, siendo tan desconocidos como uno mismo.

Así es como el hijo, el sobrino o el nieto que comparte sofá con nosotros e interpreta a su manera el entorno en el que está inmerso, cuando de hablamos de la importancia de la formación y el estudio, nos mira disimuladamente por encima del hombro con cierto desdén, sabiendo que ello no es garantía ninguna de éxito o de tener una vida más o menos digna, y que para emular lo que a diario ve en la televisión no es necesario ser ningún Séneca. 

Quiérase o no la «telebasura» también educa, aunque ciertamente no en el sentido que sería deseable y aconsejable, por lo que es perfectamente lógico que el joven que a diario es espectador directo de lo descrito intente emular el comportamiento de lo que ve en la pequeña pantalla y en su entorno familiar.

Ramón Moreno Carrasco (Doctor en derecho tributario)

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