Bajando
desde Sol por la carrera de San Jerónimo, tras pasar la plaza de Canalejas, en la
esquina del teatro Reina Victoria, la
calle de Echegaray. En la mano derecha, de los pares, el hotel inglés y, en la
esquina con la calle Fernández y González, estaba entonces, la pensión
Torrijos.
La primera
pensión en la que estuve en Madrid fue la Pensión Torrijos, en la calle de Echegaray, 22, 2º, que tenia Dª Purificación
Torrijos Contreras. (Estos datos, ya evadidos de mi memoria, los debo a una
agenda de mi padre que he encontrado hace poco,
en la que figuran, teléfono incluido: 219926). Recuerdo que en el primer
piso estaban las oficinas de la INDO, empresa de óptica. El edificio, años
después, fue derribado y reconstruido.
Estaba frente por frente del bar “Los Gabrieles”, esa “capilla Sixtina de la azulejería
madrileña” en palabras de la historiadora
del arte Natacha Seseña, con tan larga historia.
Llegué a Madrid a estudiar la carrera de
Derecho, ya en el mes de noviembre, pasados Los Santos del año 1955. Iba en el
tren con otros compañeros de Tomelloso y al llegar a la estación de Atocha les
pregunté si en la pensión en la que estaban había sitio. Me dijeron que casi
seguro que sí y me fui con ellos. Algún
lector, en estos tiempos en que nos movemos con reservas anticipadas, citas
previas y demás, se admirará, como me admiro yo ahora, de que un estudiante que
va a quedarse en Madrid el curso entero viajara sin tener seguro pupilaje, pero
fue así. De momento me dijo la dueña que sólo le quedaba una cama en una
habitación de tres que hacía esquina y en la que dormía un viajante de comercio
que con frecuencia estaba fuera y otro más. La habitación de al lado la
compartían Rafael Negrillo e Ignacio
Carretero que llevaban ya desde el comienzo de curso preparando el ingreso en
la escuela de ingenieros, creo que navales, pues recuerdo que Rafael decía, con
su humor, que los dos más famosos marinos
manchegos iban a ser don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, el que mandaba en
Lepanto e hizo un palacio en el Viso porque pudo y porque quiso y él. Luego los
dos, (Ignacio y Rafael, no éste y el Marqués, claro está), terminarían siendo
ingenieros de Minas.
Yo no tenía de
Madrid más que mis remotos recuerdos de niño de los viajes con mis padres, uno
de ellos para comprarme en el Corte Inglés (sólo existía el de la calle de
Preciados) el traje de primera comunión. Por entonces la calle de Echegaray era
la más singular de Madrid en cuanto a bares y concentración de prostitutas,
como pronto comprobaría. Dejé la maleta en la habitación y para saber el camino
hasta la facultad de Derecho, que aún estaba en la calle de San Bernardo,
decidí ir andando. En el mes de noviembre, Madrid, entre dos luces, se estaba
oscureciendo. Bajé las escaleras y en el portal, junto al quicio de la puerta,
al tiempo que salía, me encontré a una pareja. Le oigo decir a ella:
-“No, dime seguro si te vas a acostar conmigo
o no, porque tengo que reservar la cama.”
La calle
empezaba a poblarse de gente y la pinta de las mujeres que pululaban por ella,
me hizo dudar sobre donde me había metido. Pero lo cierto es que la pensión Torrijos
era seria y allí sólo pernoctábamos los estudiantes, en su mayoría de
Tomelloso, y algún otro fijo. Y hablando de fijos, entre ellos recuerdo a un
tipo singular. Era un señor mayor; se decía que de buena familia, elegantemente
vestido aunque con ropa que tuvo mejor lustre; hablador, de cuyos monólogos resultaba difícil
discernir entre lo verdadero y lo fabulado, pero con más posibilidades de
acertar apostando por lo segundo. Decía,
o decían, que tenía, incluso, un título nobiliario y que le pagaban la pensión
los hijos. De estatura media, cara arrugada, de la que destacaban unas
prominentes y gruesas narices surcadas por moradas venillas. Recuerdo que contaba con frecuencia, que había trabajado en
la película “El Clavo”, dirigida por Rafael Gil
en 1944, y basada en la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón.
Estábamos a
pensión completa y comíamos y cenábamos en el comedor, en el que se charlaba y
prolongaba la comida en tertulia. A veces, y por algunos, demasiado, de forma
que se empalmaba con la merienda y, si se había recibido paquete de casa, ya
ésta con la cena. Creo que quitando a Ignacio, a Rafael, a mí y a algún otro,
allí no daba golpe casi nadie.
Los fines
de semana, en especial -que entonces, afortunadamente, en este sentido, se limitaban
al sábado tarde y domingo- allí no había forma de conciliar el sueño hasta las cuatro
o las cinco de la mañana; tal era el jaleo de la calle, en la que no eran
infrecuentes las peleas entre borrachos, legionarios, prostitutas, chulos y
demás aficionados a la juerga nocturna, como tampoco lo era la comparecencia de
la policía civil y militar.
Releyendo
obras de García Pavón he encontrado curiosas coincidencias. Así, en “Los
Nacionales”, en el capítulo de su llegada a Madrid, cuenta que “Desde el metro de Sevilla, hasta la
“Pensión La once” de la calle de Echegaray donde teníamos camas reservadas, [Pavón
más previsor había hecho reserva, claro que viajaba con Delfín] fuimos con las maletas a cuestas.” Como
a mí, le metieron en una habitación que creyó de tres camas pero que resultó
ser de cuatro y, en el capítulo siguiente,
escribe que “…la calle de
Echegaray y sus inmediaciones se convirtieron en el barrio juerguista y
andalucero de Madrid. Señoritos de pueblo, estudiantes, legionarios y
prostitutas…eran la parroquia normal desde que caía la tarde.” Como yo,
también, se mudó a otra pensión enseguida. Parece que la calle, en casi una
quincena de años, no había cambiado mucho, pero meses después sí variaría su
ambiente como consecuencia del “Decreto-Ley
de 3 de marzo de 1956, sobre abolición de centros de tolerancia y otras medidas
relativas a la prostitución”, cuyos dos primeros artículos establecían que “Velando por la dignidad de la mujer, y en
interés de la moral social, se declara tráfico ilícito la prostitución” y que “Quedan
prohibidas en todo el territorio nacional las mancebías y casas de tolerancia,
cualesquiera que fuesen su denominación y los fines aparentemente lícitos a que
declaren dedicarse para encubrir su verdadero objeto.” De la aplicación de
esta norma en Tomelloso no es el lugar
ni el momento de hacer comentarios ni
soy yo quien pueda hacerlos.
Entonces,
y con aquel motivo, circuló un chiste cuya agudeza, como es usual, atribuye el anónimo autor al protagonista. Se contaba que hubo quien
remitió un telegrama a Franco con el siguiente escueto texto: SE PECA O SE
SECA, y que, a vuelta de telégrafo, éste le contestó: “Lea su texto al revés:
CASESE O ……”
Como
conociera a un compañero de curso, que era de Aranjuez, que me dijo estaba en
una pensión cerca de la facultad y que iba a quedar libre una habitación, le
acompañé y como así era, reservé la habitación para cambiarme tan pronto se
marchara el señor, creo que bastante mayor, que la ocupaba. Era la pensión de
la Calle de Espíritu Santo, 47, 3º, esquina a San Bernardo. Bueno, más que
pensión propiamente dicha, eran dos pisos en la misma planta que tenían dos
hermanas mayores y una sirvienta. No tenía más que cruzar la calle de San
Bernardo y estaba en clase y al lado
tenía la boca del metro de Noviciado. Por dos pesetas más que en
Echegaray, tenía habitación individual, exterior, con balcón a la calle de
Pozas y pensión completa; ropa limpia y
planchada aparte. Las camisas mejor planchadas nos las entregaba la
sirvienta aquella. Pero poco me duraría
la comodidad y proximidad a las clases, pues en febrero, con motivo de de los
incidentes entre estudiantes y falangistas, cerraron la vieja facultad, ya para
siempre, y nos mandaron a la
Universitaria por las tardes; a nuestro curso, en concreto, a la Facultad de
Farmacia. Pero ese es otro tema. Eso sí, aquellas imprevistas vacaciones nos
permitieron volver a Tomelloso a disfrutar de los carnavales de aquel frio
febrero de 1956, últimos que conocí.
Madrid, 10 de noviembre de 2021.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"