Opinión

De mi memoria adolescente X. La Pensión de Echegaray

Juan José Sánchez Ondal | Miércoles, 10 de Noviembre del 2021
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Bajando desde Sol por la carrera de San Jerónimo, tras pasar la plaza de Canalejas,   en la esquina del teatro Reina Victoria,  la calle de Echegaray. En la mano derecha, de los pares, el hotel inglés y, en la esquina con la calle Fernández y González, estaba entonces, la pensión Torrijos.

La primera pensión en la que estuve en Madrid fue la Pensión Torrijos, en la calle de  Echegaray, 22, 2º, que tenia Dª Purificación Torrijos Contreras. (Estos datos, ya evadidos de mi memoria, los debo a una agenda de mi padre que he encontrado hace poco,  en la que figuran, teléfono incluido: 219926). Recuerdo que en el primer piso estaban las oficinas de la INDO, empresa de óptica. El edificio, años después,  fue derribado y reconstruido. Estaba frente por frente del bar “Los Gabrieles”,  esa “capilla Sixtina de la azulejería madrileña” en palabras de la  historiadora del arte Natacha Seseña, con tan larga historia. 

 Llegué a Madrid a estudiar la carrera de Derecho, ya en el mes de noviembre, pasados Los Santos del año 1955. Iba en el tren con otros compañeros de Tomelloso y al llegar a la estación de Atocha les pregunté si en la pensión en la que estaban había sitio. Me dijeron que casi seguro que sí y me fui con ellos.  Algún lector, en estos tiempos en que nos movemos con reservas anticipadas, citas previas y demás, se admirará, como me admiro yo ahora, de que un estudiante que va a quedarse en Madrid el curso entero viajara sin tener seguro pupilaje, pero fue así. De momento me dijo la dueña que sólo le quedaba una cama en una habitación de tres que hacía esquina y en la que dormía un viajante de comercio que con frecuencia estaba fuera y otro más. La habitación de al lado la compartían  Rafael Negrillo e Ignacio Carretero que llevaban ya desde el comienzo de curso preparando el ingreso en la escuela de ingenieros, creo que navales, pues recuerdo que Rafael decía, con su humor, que los dos más famosos marinos  manchegos iban a ser don Álvaro de Bazán,  Marqués de Santa Cruz, el que mandaba en Lepanto e hizo un palacio en el Viso porque pudo y porque quiso y él. Luego los dos, (Ignacio y Rafael, no éste y el Marqués, claro está), terminarían siendo ingenieros de Minas. 

Yo no tenía de Madrid más que mis remotos recuerdos de niño de los viajes con mis padres, uno de ellos para comprarme en el Corte Inglés (sólo existía el de la calle de Preciados) el traje de primera comunión. Por entonces la calle de Echegaray era la más singular de Madrid en cuanto a bares y concentración de prostitutas, como pronto comprobaría. Dejé la maleta en la habitación y para saber el camino hasta la facultad de Derecho, que aún estaba en la calle de San Bernardo, decidí ir andando. En el mes de noviembre, Madrid, entre dos luces, se estaba oscureciendo. Bajé las escaleras y en el portal, junto al quicio de la puerta, al tiempo que salía, me encontré a una pareja. Le oigo decir a ella:

-“No, dime seguro si te vas a acostar conmigo o no, porque tengo que reservar la cama.”

La calle empezaba a poblarse de gente y la pinta de las mujeres que pululaban por ella, me hizo dudar sobre donde me había metido. Pero lo cierto es que la pensión Torrijos era seria y allí sólo pernoctábamos los estudiantes, en su mayoría de Tomelloso, y algún otro fijo. Y hablando de fijos, entre ellos recuerdo a un tipo singular. Era un señor mayor; se decía que de buena familia, elegantemente vestido aunque con ropa que tuvo mejor lustre; hablador,  de cuyos monólogos resultaba difícil discernir entre lo verdadero y lo fabulado, pero con más posibilidades de acertar apostando por lo segundo.  Decía, o decían, que tenía, incluso, un título nobiliario y que le pagaban la pensión los hijos. De estatura media, cara arrugada, de la que destacaban unas prominentes y gruesas narices surcadas por moradas venillas. Recuerdo que  contaba con frecuencia, que había trabajado en la película “El Clavo”, dirigida por Rafael Gil en 1944,  y basada en la novela homónima de Pedro Antonio de Alarcón.

Estábamos a pensión completa y comíamos y cenábamos en el comedor, en el que se charlaba y prolongaba la comida en tertulia. A veces, y por algunos, demasiado, de forma que se empalmaba con la merienda y, si se había recibido paquete de casa, ya ésta con la cena. Creo que quitando a Ignacio, a Rafael, a mí y a algún otro, allí no daba golpe casi nadie.

Los fines de semana, en especial -que entonces, afortunadamente, en este sentido, se limitaban al sábado tarde y domingo- allí no había forma de conciliar el sueño hasta las cuatro o las cinco de la mañana; tal era el jaleo de la calle, en la que no eran infrecuentes las peleas entre borrachos, legionarios, prostitutas, chulos y demás aficionados a la juerga nocturna, como tampoco lo era la comparecencia de la policía civil y militar.

Releyendo obras de García Pavón he encontrado curiosas coincidencias. Así, en “Los Nacionales”, en el capítulo de su llegada a Madrid, cuenta que “Desde el metro de Sevilla, hasta la “Pensión La once” de la calle de Echegaray donde teníamos camas reservadas, [Pavón más previsor había hecho reserva, claro que viajaba con Delfín] fuimos con las maletas a cuestas.” Como a mí, le metieron en una habitación que creyó de tres camas pero que resultó ser de cuatro y, en el capítulo siguiente,  escribe que “…la calle de Echegaray y sus inmediaciones se convirtieron en el barrio juerguista y andalucero de Madrid. Señoritos de pueblo, estudiantes, legionarios y prostitutas…eran la parroquia normal desde que caía la tarde.” Como yo, también, se mudó a otra pensión enseguida. Parece que la calle, en casi una quincena de años, no había cambiado mucho, pero meses después sí variaría su ambiente como consecuencia del “Decreto-Ley de 3 de marzo de 1956, sobre abolición de centros de tolerancia y otras medidas relativas a la prostitución”, cuyos dos primeros artículos establecían que “Velando por la dignidad de la mujer, y en interés de la moral social, se declara tráfico ilícito la prostitución”  y que  “Quedan prohibidas en todo el territorio nacional las mancebías y casas de tolerancia, cualesquiera que fuesen su denominación y los fines aparentemente lícitos a que declaren dedicarse para encubrir su verdadero objeto.” De la aplicación de esta norma en  Tomelloso no es el lugar ni el  momento de hacer comentarios ni soy yo quien pueda hacerlos.

Entonces, y con aquel motivo, circuló un chiste cuya agudeza, como es usual,  atribuye el anónimo autor  al protagonista. Se contaba que hubo quien remitió un telegrama a Franco con el siguiente escueto texto: SE PECA O SE SECA, y que, a vuelta de telégrafo, éste le contestó: “Lea su texto al revés: CASESE  O ……”

Como conociera a un compañero de curso, que era de Aranjuez, que me dijo estaba en una pensión cerca de la facultad y que iba a quedar libre una habitación, le acompañé y como así era, reservé la habitación para cambiarme tan pronto se marchara el señor, creo que bastante mayor, que la ocupaba. Era la pensión de la Calle de Espíritu Santo, 47, 3º, esquina a San Bernardo. Bueno, más que pensión propiamente dicha, eran dos pisos en la misma planta que tenían dos hermanas mayores y una sirvienta. No tenía más que cruzar la calle de San Bernardo y estaba en clase y al lado  tenía la boca del metro de Noviciado. Por dos pesetas más que en Echegaray, tenía habitación individual, exterior, con balcón a la calle de Pozas y pensión completa;  ropa limpia y planchada aparte. Las camisas mejor planchadas nos las entregaba la sirvienta  aquella. Pero poco me duraría la comodidad y proximidad a las clases, pues en febrero, con motivo de de los incidentes entre estudiantes y falangistas, cerraron la vieja facultad, ya para siempre,  y nos mandaron a la Universitaria por las tardes; a nuestro curso, en concreto, a la Facultad de Farmacia. Pero ese es otro tema. Eso sí, aquellas imprevistas vacaciones nos permitieron volver a Tomelloso a disfrutar de los carnavales de aquel frio febrero de 1956, últimos que conocí.

Madrid, 10 de noviembre de 2021.

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