Opinión

Desde mi ventana

Tomás Perales Benito | Miércoles, 26 de Enero del 2022
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Sé que confundo a mis lectores. Es lo que nos sucede a las que, en las letras, vivimos en las dos orillas, afortunadamente del mismo río: la literatura.  A Confucio le preguntaron  por qué compraba arroz y flores. «Compro arroz para vivir y flores para tener algo por lo que vivir», dijo. Libros de divulgación tecnología y de narrativa, el cuerpo y el alma, lo mío, siempre dos.

Hoy le toca al cocido. Robots en la vida del ser humano es mi último libro. Aún chorrea tinta. Confieso que he disfrutado cociéndolo durante la pandemia, constatando lo que esos ingenios mecánicos dotados de inteligencia artificial han hecho —aún están haciendo— por el ser humano que los ha creado. Movió mi mano en los primeros momentos del coronavirus ver cómo ayudaban sin descanso en la construcción del hospital de campaña en Whua. Después desinfectando las salas hospitalarias en un ciclo continuo, atendiendo las demandas de  los sanitarios en mil tareas y entreteniendo con sus dotes para la empatía  a los que esperaban lo peor del virus.  Con la tristeza por la caída en combate de mi hermana, a la que se lo he dedicado, auné fuerzas para continuar.

Por estos lares, los robots tienen mala prensa, acaso por desinformación. Son simples trabajadores mecánicos, no  los enemigos que viene retratando el cine. Sí, he disfrutado describiendo cómo se las arreglan estos conjuntos de tornillos y piel sintética, a las órdenes de la informática, para atender tareas desde bomberos a camareros, mayordomos para los mayores solitarios al entretenimiento y formación de los niños.  Robots en la vida del ser humano es un recorrido por los robots sociales disponibles, los que están el mercado, aunque muchos aún no se hayan enterado. Mi primer contacto con los robots como ayudantes del ser humano no se produjo en China, o Estados Unidos. Se produjo en Madrid, hace unos años. Uno bajito, con cara de no haber roto un plato, salió a mi encuentro, comenzó a hacerme gestos con su rostro artificial y me dijo con estudiados movimientos de sus ojos y pestañas: «¿Te cuento un chiste?». Me lo contó y yo entendí que nuestra existencia se disponía a dar un vuelco. Uno más.

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