Bajo a la calle con los auriculares
puestos.
Me los
coloco antes de atravesar la puerta del piso. Justo en el marco comienzo a
subir el volumen hasta un umbral que sea lo suficientemente bajo como para
poder oír despedirme y al final tan alto como para no escuchar el portazo.
Camino por
el pasillo diez metros escasos hasta que pulso el botón de llamada al ascensor.
Se ilumina en rojo. Espero. Llega y se abre la puerta. Le doy rápidamente y
repetidamente al botón de planta baja. Noto ese vacío de gravedad de pocos
segundos cuando se desplaza hacia abajo y enseguida se abre la puerta.
Ha habido
suerte, no he tenido que compartir este viaje de un minuto con nadie.
Salgo por el
portal del bloque a la calle y ya me empieza a llegar el sonido ambiente de la avenida.
Coches de fondo, bullicio y tintineos del vidrio proceden de la gente que está
en la terraza del bar que hay bajo casa. Se intuye el murmullo de las charlas
de los que pasean y especialmente se escucha a los pesaos que se pasan el día
arreglando España, sentados en el banco frente a la puerta principal, mientras
trasiegan litros de cerveza y apuran las colillas.
Como detecto
excesivo ruido ambiente, subo otro poco el volumen de los auriculares. Ahora ya
si, ya no puedo ni escuchar mis pensamientos.
Salgo a mano
izquierda, dirección al supermercado. Llevo la lista de la compra en una nota
del móvil.
Comienzo a
caminar de forma decidida la escasa distancia que me separa de mi objetivo.
A ver cómo
explico esto…
Voy absorto.
Si pasas a mi lado ni te voy a ver. Me inunda una ceguera social que me impide
ver más allá de la siguiente baldosa que voy a pisar. Es una decisión
consciente, miro al frente, pero hacia abajo. Eludo los ojos de la gente. Los
que pasan no me ven, o si, pero me da igual porque yo no lo hago.
Me ahorro el
saludo pasante, ese saludo que no es ni un hola, sino un adiós que se dice
mientras continúas caminando y te giras levemente. Pues ni ese saludo voy a
dar. Si no te andas listo puedes acabar en un qué tal, como va tu padre, tu
madre, tu pareja y tu vete tú a saber. Preguntas sin hambre. Para continuar con
una conversación insulsa llena de clichés sociales, frases hechas y deseos de
buena voluntad. El tiempo es oro y mi tesoro lo guardo encerrado en casa.
Por la acera
de enfrente veo a lo lejos alguien que creo conocer, así que agacho más la
cabeza y acelero el paso. Por mi visión periférica veo que gira la cabeza y
posiblemente me haya visto. Sigue mirando. ¿Cómo lo sabes si tú no miras directamente?
Es algo que se nota, se sabe, no ves porque no observas directamente, pero si
intuyes las formas borrosas y el movimiento, hasta parece que te duele la
cabeza del lado que te están mirando y están esperando que te gires para
alzarte la mano. Hacerme el despistado es la estrategia.
A los pocos
segundos, alguien más pasa cerca y con la misma de antes noto que se gira un
poco, yo creo que me ha reconocido de algo, quizá ya es paranoia. Pero ni él ni
yo vamos a tener tiempo de pensar mucho más, porque en una jugada maestra me
cruzo por el paso de peatones al otro bulevar de la avenida, cuando veo que la
persona que pasaba por enfrente ya se ha alejado lo suficiente.
Éxito.
Continúo.
Más gente esperando a comprar el pan, o hablando cerca de las mesas de los
bares, ya incorporados, cuando termina el café o cuando están a punto de
empezar la cerveza. Los esquivo a todos. Medalla de oro para este atleta de la
indiferencia.
Mi avance es
felino, lento pero constante, sin hacer ruido, sin perturbar a nadie. Sin
perturbar el ambiente ni robarle ni un segundo de sus vidas a otras personas.
No lo he comentado, pero por mis auriculares si hace buen día lo que sonará es música, posiblemente rock o punk. Punk ligero no se vayan a pensar. Si es en inglés mejor, porque así no me detengo en las letras. Pero el sonido estridente de las guitarras y los gritos me ayudan a animar el paso.
Hace sol,
pero no hace calor. Es el tiempo perfecto. Cuando la gente no sabe si ponerse
en manga corta o llevar chaqueta, porque no ha visto venir la primavera, parece
que todavía no salen tanto. Abril es la fecha clave. Me viene genial porque
reduce la afluencia de personas presentes en la vía pública y así el riesgo de
contacto visual, táctil, sonoro, olfativo o de cualquier tipo (aunque no creo
que nadie piense en ir por ahí pegando lametones).
Me da
alergia el contacto social. No es broma. En una conversación que dure más de
dos minutos empieza a enrojecérseme la piel. Si se llega a los cinco minutos ya
me estaré rascando. El único tratamiento es evitar el contacto con lo que
produce el sarpullido.
Por fin
llego al supermercado. Será rápido. Aquí las herramientas de distracción son
todavía más potentes: escoger bien la fruta, elegir una marca de arroz u otra,
mirar las fechas de caducidad, alzar la ceja al ver los precios, comprobar en
la pantalla del móvil la lista de la compra. Son muchas las herramientas que me
ayudan a no verte, a que no me veas o a que si me ves pases de mí porque
comprobarás que estoy muy concentrado. Es estupendo.
El primer y
único buenos días de la mañana de este sábado se lo lleva la cajera. La saludo
mientras que bajo un auricular. Lo hago por respeto a su trabajo. También me
sirve a mí, porque necesito escuchar bien el resultado de la cuenta. Saco la
tarjeta. Pago. Y hasta luego y que tengas buen día mientras me vuelvo a colocar
mi auricular en su sitio.
A estas
alturas ya se habrán dado cuenta de lo que van estas letras y estarán pensando
que las escribe un “asqueroso” o un “antisocial”. Pero es que no es así. Yo no
tengo nada de anti, no tengo nada en contra de nadie, ni tampoco en contra de
la masa social. Es más fácil, no tengo desarrollado ese apetito del contacto
con otras personas, me basta con la familia y cuatro amigos.
¿Fácil de
entender?
No me da
miedo la soledad, muy al contrario, me encanta mi claustro, disfruto de mi
soledad, mi autosuficiencia, mi independencia, conectar con mis emociones y
pensamientos. Incluso ocasionalmente apetecen esas conversaciones que duran
horas, pero con una persona que tenga fondo, que haya palabras con calado. Por
qué perder el tiempo eludiendo pensar. Por qué perder el tiempo buscando
evadirse. Lo superficial me aburre y las apariencias me abruman. Soy asocial.
No busco el contacto porque no lo necesito.
En cambio,
llevo la sonrisa en la boca cuando veo a ese niño bromear con su madre. Me
derrite la imaginación de esa niña hablando con su padre, aunque él esté
demasiado ocupado pasando fotografías de las envidiables vidas de sus amigos en
el móvil. Me despierta una simpatía enorme ver a esos señores de 70 años como
pandilla de amigos hablando de la vida, de sus recuerdos, de sus problemas y
hasta se me cae una lágrima si mencionan al que ya no va a sus parlamentos
desde la semana pasada.
Podría poner
ejemplos infinitos de lo maravillosos que podemos llegar a ser. Observar a
personas tan puras y sin odio es estupendo. Aprecio sinceramente las relaciones
humanas y me alegra la felicidad ajena.
La cosa es
que mi experiencia directa no ha sido muy buena. En mi vida siempre me he
sentido solo rodeado de grandes grupos. No comulgo con las ideas generales y
tiendo no ser lo que esperan de mí. El resumen general es que parece que cada
persona quiere algo de ti y mientras que se lo proporciones eres excelente,
pero al revés no es así. La otra cuestión son los roles clásicos, siempre se
erige un líder, siempre hay un gracioso/a, siempre hay un guapo/a, etc. ¿Qué
careta tengo que ponerme yo? ¿Tengo que reírme de esa broma que no tiene
gracia? ¿Tengo que ir donde no me apetece porque van los demás?
También hay
un poco de auto-boicot. Sabes que tienes habilidades para ser como los demás y
que muchas veces has encajado. Hasta con cierta popularidad. Has podido
integrarte y destacar en algo. Que te valoren. Con el tiempo acabas aprendiendo
que las relaciones humanas son sencillas. Pero escoges no usar tus
herramientas.
Por otro lado,
no soy pesimista, lo he intentado muchas veces. He cambiado de grupos. He
conocido nuevas personas. Me he reencontrado con otras. Pero como vas y vienes
al final se aburren de ti y eso termina por entristecerte. Unos te tachan de
raro, otros de prepotente y la mayoría sencillamente no te entiende. También
hay decepciones mutuas.
Por todo
ello, práctico la distancia social desde hace años.
Después de
esta reflexión personal que surge con la música, el sol, el paseo y la compra,
enfilo por fin la vuelta a casa. Cojo aire y resoplo antes de que se terminen
de abrir las puertas automáticas del establecimiento. Ahora veo la calle con
claridad. Otra carrera de obstáculos más hasta casa. La vuelta será más lenta
porque hay más peso del que esperabas y con los bultos se hace más complicado
esquivar al personal.
Salgo y nada
más pisar la acera pasa un coche con la ventanilla bajada. Me pitan y me
saludan. MIERDA. Se ha desvelado mi coartada. Ya te puedes quitar los
auriculares, ahora todos en la calle saben que existes.
{{comentario.contenido}}
"{{comentariohijo.contenido}}"
Martes, 7 de Mayo del 2024