Los santos del cementerio saltaron la verja. Todos ellos
tenían en común una muerte trágica e imprevista. Leire, quien se suicidaba por
desamor hace setenta años al descubrir a Mateo en los brazos de otra,
capitaneaba la marcha. A su derecha, Antonio, sereno de profesión, asesinado
por un ladrón de coches al que sorprendía en plena ejecución del delito. Detrás
de ambos, Jaime, de ocho años de edad, atropellado por un motorista descuidado
que subió a la acera justo al agacharse para acariciar a su perro. En el centro
de tan pálida manifestación, aligeraban el paso los santos sin nombre,
encontrados en las riadas de 1891. Madres agarradas a sus hijos recién nacidos,
ancianos desvalidos y agricultores arrastrados kilómetros abajo, desfigurados,
imposibles de reconocer. Cerraban la comitiva Lola, actriz de teatro, apuñalada
por una hermana infectada de envidia y Jon, aguerrido joven que encontró la
muerte en Gran Sol y de cuyo cuerpo nunca más se supo.
—Querido Antonio —apostilló Lola —¡este año les ganamos!
Antonio no las tenía todas consigo, aunque sentía algo
especial por aquella mujer. Quiso contagiarse de su optimismo y aceleró el
paso. La plaza estaba cerca.
Se encontraron con los otros santos a la altura de las
Calles Anchas. Incluso antes de establecer contacto visual, los gritos de
guerra delataban su presencia. Se trataba de los santos afortunados, pues
tuvieron una muerte esperada, justo en su tiempo y forma. Entre ellos, Amador,
ingeniero de caminos, que dejaba seis hijos y veinte nietos tras una vida al
lado de Eugenia, su único amor. Sara, cupletista de éxito, moría rodeada de los
suyos sin apenas dolor. O Gigante, extraordinario atleta que perdía la vida
salvando a seis compañeros de una muerte segura, tal y como él mismo había
deseado desde niño. Con ellos, una colección de almas que habían recibido la
muerte con un gesto amable, tras años de dicha en el mundo.
Esta vez, el partido sí estuvo disputado, aunque, de nuevo,
perdieron los santos difuntos de muerte trágica y sobrevenida. Cero a Uno, en el
descuento. Y es que, como remató Antonio al escuchar el silbato final, —¡a
perro flaco, todo son pulgas, querida Lola! Otro año más perdiendo de manera
esperada contra estos venturosos difuntos del barrio vecino.
Lola quiso decir algo, aunque sabía que Antonio llevaba
razón. Lo único inesperado que alguna vez les ocurrió había tenido lugar aquel
fatídico día en el que la muerte vino a visitarles, sin previo aviso.
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Miércoles, 5 de Febrero del 2025
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