Opinión

Víctimas que aguardan en una sala de espera

Julio Olmedo Álvarez | Jueves, 15 de Diciembre del 2022
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Hace poco más de una hora que he llegado caminando desde el centro de Bucarest a la Gara de Nord, la estación ferroviaria más importante de la capital rumana y tal vez del país. Afuera he dejado un itinerario de calles con acerados que sufren deterioro, aunque este problema se difumina con una tenue iluminación.

La oscuridad ha invadido esta ciudad demasiado temprano para quien, por vivir en otra zona horaria, no termina de asimilar que la penumbra pueda extenderse por todo poco después de las cuatro de la tarde.

Caminar entre sombras, por un piso húmedo, notando en el rostro los pocos grados que aparecían reflejados en un termómetro que divisé de paso, son sensaciones que acrecientan todavía más el aislamiento en estas calles sin ruido ni tránsito. Así no es difícil sentirse extraño antes que extranjero.

He alcanzado la Gara de Nord con demasiada antelación, de tal manera que mi tren nocturno ni siquiera puede verse en las pantallas de trenes preparados para la salida en esta jornada. Estoy tranquilo y me preparo para una estancia dilatada.

Hago un recorrido por lo que antaño fue andén principal, conforme al diseño decimonónico de estaciones. Sin embargo, ahora la superficie que se extiende bajo la bóveda metálica se ha cubierto de unas baldosas, que han dejado todo el suelo al mismo nivel. Sin duda, esta es la antesala para crear locales comerciales en el recinto, como sucede en tantos otros lugares.  De momento, el espacio se ha quedado sin trenes, aunque los comercios todavía no han aparecido. En esa situación transitoria se mantienen las instalaciones que fueron pensadas para el apoyo de unos trenes que ahora se han ubicado en otra parte. No extraña por ello que este recinto quede ahora como algo innecesario, por lo que los pasajeros no encuentra otra utilidad que la de deslizarse hacía los puntos de salida que se adivinan en la lejanía.

Yo, que de momento no voy a ninguna parte, me fijo en un cartel donde leo “sala de astepta”. Estoy frente a una sala de espera que por su buena ubicación y por el inapreciable movimiento de pasajeros, tal vez tenga como destino la recepción de pasajeros vip o club, si es que este terminología se usa por este lugar. El interior esta iluminado, aunque no puede observarse nada desde fuera, ya que unos papeles pegados a los ventanales se alzan por encima de la vista. Sobre la puerta hay un cartel en rumano, cuyo texto no comprendo, si bien no me disuada a empujar. Como está hecha de un material tan ligero como el aluminio, necesito poco esfuerzo para empujar y comprobar que se abre con suma facilidad.

Franqueo el acceso y experimento una sensación de calidez, pues la temperatura debe andar por los niveles de confort. Hay una mesa de oficina con un ordenador, pero en ese momento no encuentro nadie en la silla aneja. Supongo que algún empleado vigilará el acceso para que solo sean admitidos los pasajeros que acrediten el tránsito con su billete, mientras queden fuera vagabundos y otros buscadores de refugio, como sucede en tantos y tantos otros lugares.

Unos asientos de color burdeos se me aparecen al frente. Tienen el típico diseño de material sintético y están adosados unos a otros mediante una gruesa barra transversal de color negro. Todas ellas forman una fila y en ese orden, una de tras de otra, tal vez haya siete u ocho formaciones listas para recibir viajeros. Tal vez sea por la hora un poco avanzada, pero prácticamente todas las sillas están vacías. Me cercioro unos segundos y veo que el único límite viene impuesto por unas pegatinas que ya han quedado fuera de contexto ahora, pero fueron muy respetadas en los tiempos del covid: marcan la separación, de modo que hacen intervalos para que los pasajeros no se puedan sentar juntos.

Solo encuentro una persona, que está sentada en un extremo de la segunda fila. Es una persona adulta, aunque no me atrevería a decir que ha entrado en la senectud. Su vestuario desde luego no le ayuda a rejuvenecer: se cubre la cabeza con un pañuelo azul oscuro que no desentona con un jersey violeta. Su rostro y su cuerpo son los de una persona robusta, pero bien proporcionada. Está comiendo una manzana a bocados, y termina mirándome algo inquisitiva cuando me comporto como un pasajero cualquiera que se dispone a sentarse por un tiempo.

Dejo la maleta junto a mí, situándome frente a la puerta. En lo alto hay un reloj digital con números amarillos, para que los pasajeros no lleguen tarde. En ambos lados de la puerta se han ubicado unas pantallas que indican horas de salida, destinos y vías de acceso. Pegado sobre uno de los cristales veo un icono indicador de wifi gratis. En suma, encuentro todos los ingredientes para ofrecer al viajero una permanencia tranquilizadora, mientras ocupa la sala de espera.

Tras desprenderme de mi ropa de abrigo, saco mi bocadillo y me dispongo a observar. Lugares así ofrecen un magnífico observatorio para conocer al género humano de toda condición, pero ahora la quietud es extrema, sin ruido y sin que nadie haya entrado o salido desde que yo accedí. Por ello, de modo inconsciente me centro en los elementos que conforman un lugar que empiezo a percibir como extraño.

Reparo en la entrada que tengo a la vista y veo que frente a la mesa del vigilante, que ahora ya está ocupada, hay varias mesas de plástico verde, de esas que pueden encontrarse a la venta para colocar en las terrazas. Una de ellas sostiene una máquina de agua y otra de café,  con todos los útiles necesarios, como vasos, servilletas o cubiertos de plástico. A su lado, otra mesa soporta un microondas. Un frigorífico de cierta altura muestra su cara trasera de chapa negra. Esos enseres han creado un espacio interior en el que hay diversos objetos, destacando uno de modo singular, es un cartel con soporte desplegable cuya parte superior está dominada por los colores azul y amarillo.

En un plano más inmediato me fijo en algo que al principio no me desentonó, aunque ahora me sorprende. A un lado, junto a la pared, hay otra mesa de plástico con sus correspondientes sillas. Están ocupadas por un silencioso grupo de personas, que conversan en un tono bajo, mientras apuran en sus vasos de plástico lo que debe ser un café. Están juntos, pero hablan como si mirasen al tablero o al café. Solo percibo una palabra inteligible, spaseeba, pronunciado por boca de una mujer.

Un poco más allá, veo un par de tumbonas blancas de las que salpican cualquier playa. En la pared opuesta son más numerosas y alguna de ellas tiene encima una especie de manta plegada. A modo de mesita algunas tienen en la cabecera algo parecido a una mochila o una maleta.

Como la curiosidad se acrecienta, vuelvo la cabeza y descubro un nuevo escenario, algo inverosímil en una estación. El fondo es una guardería infantil, con suelo sintético, estanterías llenas de juguetes desordenados y unos dibujos realizados indudablemente por manos infantiles. Me fijo en uno que pudiera ser la primera representación gráfica de un niño, ya que muestra una bandera de Ucrania, coloreada con trazos totalmente irregulares. Reparo en otro, un poco más elaborado. Es una figura sonriente, un cuerpo orondo hecho con un círculo grueso para representar el cuerpo, y otro más pequeño para representar la cabeza. El personaje de amplia sonrisa también está coloreado en azul y amarillo.

De repente, la quietud el lugar se interrumpe cuando entran varias personas. Una es mujer probablemente en la treintena, que llega llena de ímpetu. Su anorak se cubre, a modo de capa, con una bandera de Ucrania, sucia por el uso, y rellena por un sinfín de firmas o palabras. Se nota que para ella es un lugar cotidiano, pues charla con el vigilante y luego se va hacia los vasos para tomar algo. Junto a ella, ha entrado otra mujer joven, cubierta con con chaleco amarillo reflectante, más pendiente de observar lo que pasa que de entablar conversación con los presentes. Al cabo de un rato, abandonan la sala.

La señora de la manzana ha terminado dando el último mordisco a su pieza de fruta. Se ha puesto unas gafas gruesas para leer mensajes en un teléfono móvil anticuado. Así va a estar media hora, hasta que se levanta, se cubre con un grueso anorak acolchado y gris, de tamaño tres cuartos. Después se cubre con la capucha de la prenda, bordeada por piel y toma una bolsa de rafia no muy cargada, como la de quien hace una compra leve en el supermercado. Se va en silencio, sin despedirse de nadie.

Las cuatro o cinco personas que compartían bebida y conversación en la mesa de plástico empiezan a levantarse. Todos ellos aparentan encontrarse al borde de la sesentena, pero lucen pulcros, con ropa de invierno bien cuidada. Miro a una señora de pelo rubio cardado y me fijo en su jersey rojo intenso cuando cruza delante de mi. Se ha trasladado al extremo opuesto para extender una especie de manta sobre una de las tumbonas de playa, algo que hace segundos después un hombre de jersey gris y pantalón marrón de pana.

Sobre las nueve y media todo el mundo ha ido a colocarse cerca de su tumbona, si no es que yace en ella. Cerca de mi observo como un hombre ha preparado su catre. Se ha tumbado con la ropa puesta,  vaqueros, zapatos negros gruesos, anorak, incluso un gorro. Todo en su sitio, salvo el gorro que ahora cubre sus ojos frente a la intensidad de los tubos fluorescentes. El hombre se ha colocado en posición supina, con las manos sujetando la nuca, pero no ha tardado en cruzar los brazos sobre su pecho cuando se ha visto invadido por el sueño.

Del lado contrario solo me llegan leves rumores, quizá pequeñas confidencias de pareja, que se van atenuando poco a poco. Incluso el sonido que producen los mensajes de móvil acaba extinguiéndose.

Paradójicamente, el vigilante de la sala pone ahora la única nota discordante. Se ha puesto a ver algún programa en el ordenador y de vez en cuando se levanta y rie de modo estentóreo. Se muestra totalmente indiferente a la búsqueda de calma que mostraban el resto de habitantes en ese sitio.

Yo he terminado invadido por una sensación desasosegante, presenciando una escena como si me hubiera metido en una vieja obra existencialista, pero con la diferencia de que esto no es un teatro, ni quienes me rodean son personajes. Siento además que estoy de sobra ahí y que estas personas, más allá de lo que puedan esperar en el futuro, lo que quieren es tener un poco de tranquilidad ahora mismo.

Me coloco el abrigo yo también, agarro mi maleta y mi bolsa y, antes de abrir la puerta, hago amago de despedirme del vigilante, pero este sigue enfrascado en su programa y no me presta ninguna atención.

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