Hace poco más de
una hora que he llegado caminando desde el centro de Bucarest a la Gara de
Nord, la estación ferroviaria más importante de la capital rumana y tal vez del
país. Afuera he dejado un itinerario de calles con acerados que sufren
deterioro, aunque este problema se difumina con una tenue iluminación.
La oscuridad ha
invadido esta ciudad demasiado temprano para quien, por vivir en otra zona
horaria, no termina de asimilar que la penumbra pueda extenderse por todo poco
después de las cuatro de la tarde.
Caminar entre
sombras, por un piso húmedo, notando en el rostro los pocos grados que
aparecían reflejados en un termómetro que divisé de paso, son sensaciones que
acrecientan todavía más el aislamiento en estas calles sin ruido ni tránsito.
Así no es difícil sentirse extraño antes que extranjero.
He alcanzado la
Gara de Nord con demasiada antelación, de tal manera que mi tren nocturno ni
siquiera puede verse en las pantallas de trenes preparados para la salida en
esta jornada. Estoy tranquilo y me preparo para una estancia dilatada.
Hago un
recorrido por lo que antaño fue andén principal, conforme al diseño
decimonónico de estaciones. Sin embargo, ahora la superficie que se extiende
bajo la bóveda metálica se ha cubierto de unas baldosas, que han dejado todo el
suelo al mismo nivel. Sin duda, esta es la antesala para crear locales
comerciales en el recinto, como sucede en tantos otros lugares. De momento, el espacio se ha quedado sin trenes,
aunque los comercios todavía no han aparecido. En esa situación transitoria se
mantienen las instalaciones que fueron pensadas para el apoyo de unos trenes
que ahora se han ubicado en otra parte. No extraña por ello que este recinto
quede ahora como algo innecesario, por lo que los pasajeros no encuentra otra
utilidad que la de deslizarse hacía los puntos de salida que se adivinan en la
lejanía.
Yo, que de
momento no voy a ninguna parte, me fijo en un cartel donde leo “sala de
astepta”. Estoy frente a una sala de espera que por su buena ubicación y por el
inapreciable movimiento de pasajeros, tal vez tenga como destino la recepción
de pasajeros vip o club, si es que este terminología se usa por este lugar. El
interior esta iluminado, aunque no puede observarse nada desde fuera, ya que
unos papeles pegados a los ventanales se alzan por encima de la vista. Sobre la
puerta hay un cartel en rumano, cuyo texto no comprendo, si bien no me disuada
a empujar. Como está hecha de un material tan ligero como el aluminio, necesito
poco esfuerzo para empujar y comprobar que se abre con suma facilidad.
Franqueo el
acceso y experimento una sensación de calidez, pues la temperatura debe andar
por los niveles de confort. Hay una mesa de oficina con un ordenador, pero en ese
momento no encuentro nadie en la silla aneja. Supongo que algún empleado
vigilará el acceso para que solo sean admitidos los pasajeros que acrediten el
tránsito con su billete, mientras queden fuera vagabundos y otros buscadores de
refugio, como sucede en tantos y tantos otros lugares.
Unos asientos de
color burdeos se me aparecen al frente. Tienen el típico diseño de material
sintético y están adosados unos a otros mediante una gruesa barra transversal
de color negro. Todas ellas forman una fila y en ese orden, una de tras de
otra, tal vez haya siete u ocho formaciones listas para recibir viajeros. Tal
vez sea por la hora un poco avanzada, pero prácticamente todas las sillas están
vacías. Me cercioro unos segundos y veo que el único límite viene impuesto por
unas pegatinas que ya han quedado fuera de contexto ahora, pero fueron muy
respetadas en los tiempos del covid: marcan la separación, de modo que hacen
intervalos para que los pasajeros no se puedan sentar juntos.
Solo encuentro
una persona, que está sentada en un extremo de la segunda fila. Es una persona
adulta, aunque no me atrevería a decir que ha entrado en la senectud. Su
vestuario desde luego no le ayuda a rejuvenecer: se cubre la cabeza con un
pañuelo azul oscuro que no desentona con un jersey violeta. Su rostro y su
cuerpo son los de una persona robusta, pero bien proporcionada. Está comiendo
una manzana a bocados, y termina mirándome algo inquisitiva cuando me comporto
como un pasajero cualquiera que se dispone a sentarse por un tiempo.
Dejo la maleta
junto a mí, situándome frente a la puerta. En lo alto hay un reloj digital con
números amarillos, para que los pasajeros no lleguen tarde. En ambos lados de
la puerta se han ubicado unas pantallas que indican horas de salida, destinos y
vías de acceso. Pegado sobre uno de los cristales veo un icono indicador de
wifi gratis. En suma, encuentro todos los ingredientes para ofrecer al viajero
una permanencia tranquilizadora, mientras ocupa la sala de espera.
Tras
desprenderme de mi ropa de abrigo, saco mi bocadillo y me dispongo a observar.
Lugares así ofrecen un magnífico observatorio para conocer al género humano de
toda condición, pero ahora la quietud es extrema, sin ruido y sin que nadie
haya entrado o salido desde que yo accedí. Por ello, de modo inconsciente me
centro en los elementos que conforman un lugar que empiezo a percibir como
extraño.
Reparo en la
entrada que tengo a la vista y veo que frente a la mesa del vigilante, que
ahora ya está ocupada, hay varias mesas de plástico verde, de esas que pueden
encontrarse a la venta para colocar en las terrazas. Una de ellas sostiene una
máquina de agua y otra de café, con
todos los útiles necesarios, como vasos, servilletas o cubiertos de plástico. A
su lado, otra mesa soporta un microondas. Un frigorífico de cierta altura
muestra su cara trasera de chapa negra. Esos enseres han creado un espacio
interior en el que hay diversos objetos, destacando uno de modo singular, es un
cartel con soporte desplegable cuya parte superior está dominada por los colores
azul y amarillo.
En un plano más
inmediato me fijo en algo que al principio no me desentonó, aunque ahora me
sorprende. A un lado, junto a la pared, hay otra mesa de plástico con sus
correspondientes sillas. Están ocupadas por un silencioso grupo de personas,
que conversan en un tono bajo, mientras apuran en sus vasos de plástico lo que
debe ser un café. Están juntos, pero hablan como si mirasen al tablero o al
café. Solo percibo una palabra inteligible, spaseeba, pronunciado por
boca de una mujer.
Un poco más
allá, veo un par de tumbonas blancas de las que salpican cualquier playa. En la
pared opuesta son más numerosas y alguna de ellas tiene encima una especie de
manta plegada. A modo de mesita algunas tienen en la cabecera algo parecido a
una mochila o una maleta.
Como la
curiosidad se acrecienta, vuelvo la cabeza y descubro un nuevo escenario, algo
inverosímil en una estación. El fondo es una guardería infantil, con suelo
sintético, estanterías llenas de juguetes desordenados y unos dibujos realizados
indudablemente por manos infantiles. Me fijo en uno que pudiera ser la primera
representación gráfica de un niño, ya que muestra una bandera de Ucrania,
coloreada con trazos totalmente irregulares. Reparo en otro, un poco más
elaborado. Es una figura sonriente, un cuerpo orondo hecho con un círculo
grueso para representar el cuerpo, y otro más pequeño para representar la
cabeza. El personaje de amplia sonrisa también está coloreado en azul y
amarillo.
De repente, la
quietud el lugar se interrumpe cuando entran varias personas. Una es mujer
probablemente en la treintena, que llega llena de ímpetu. Su anorak se cubre, a
modo de capa, con una bandera de Ucrania, sucia por el uso, y rellena por un
sinfín de firmas o palabras. Se nota que para ella es un lugar cotidiano, pues
charla con el vigilante y luego se va hacia los vasos para tomar algo. Junto a
ella, ha entrado otra mujer joven, cubierta con con chaleco amarillo
reflectante, más pendiente de observar lo que pasa que de entablar conversación
con los presentes. Al cabo de un rato, abandonan la sala.
La señora de la
manzana ha terminado dando el último mordisco a su pieza de fruta. Se ha puesto
unas gafas gruesas para leer mensajes en un teléfono móvil anticuado. Así va a
estar media hora, hasta que se levanta, se cubre con un grueso anorak acolchado
y gris, de tamaño tres cuartos. Después se cubre con la capucha de la prenda,
bordeada por piel y toma una bolsa de rafia no muy cargada, como la de quien
hace una compra leve en el supermercado. Se va en silencio, sin despedirse de
nadie.
Las cuatro o
cinco personas que compartían bebida y conversación en la mesa de plástico
empiezan a levantarse. Todos ellos aparentan encontrarse al borde de la
sesentena, pero lucen pulcros, con ropa de invierno bien cuidada. Miro a una
señora de pelo rubio cardado y me fijo en su jersey rojo intenso cuando cruza
delante de mi. Se ha trasladado al extremo opuesto para extender una especie de
manta sobre una de las tumbonas de playa, algo que hace segundos después un
hombre de jersey gris y pantalón marrón de pana.
Sobre las nueve
y media todo el mundo ha ido a colocarse cerca de su tumbona, si no es que yace
en ella. Cerca de mi observo como un hombre ha preparado su catre. Se ha
tumbado con la ropa puesta, vaqueros,
zapatos negros gruesos, anorak, incluso un gorro. Todo en su sitio, salvo el
gorro que ahora cubre sus ojos frente a la intensidad de los tubos
fluorescentes. El hombre se ha colocado en posición supina, con las manos
sujetando la nuca, pero no ha tardado en cruzar los brazos sobre su pecho
cuando se ha visto invadido por el sueño.
Del lado
contrario solo me llegan leves rumores, quizá pequeñas confidencias de pareja,
que se van atenuando poco a poco. Incluso el sonido que producen los mensajes
de móvil acaba extinguiéndose.
Paradójicamente,
el vigilante de la sala pone ahora la única nota discordante. Se ha puesto a
ver algún programa en el ordenador y de vez en cuando se levanta y rie de modo
estentóreo. Se muestra totalmente indiferente a la búsqueda de calma que mostraban
el resto de habitantes en ese sitio.
Yo he terminado
invadido por una sensación desasosegante, presenciando una escena como si me
hubiera metido en una vieja obra existencialista, pero con la diferencia de que
esto no es un teatro, ni quienes me rodean son personajes. Siento además que
estoy de sobra ahí y que estas personas, más allá de lo que puedan esperar en
el futuro, lo que quieren es tener un poco de tranquilidad ahora mismo.
Me coloco el
abrigo yo también, agarro mi maleta y mi bolsa y, antes de abrir la puerta,
hago amago de despedirme del vigilante, pero este sigue enfrascado en su
programa y no me presta ninguna atención.
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Sábado, 21 de Diciembre del 2024
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