Padre aprovechó un semáforo en rojo para saltar del auto y
huir calle abajo, atravesando el «Barrio Alto», de regreso a casa. Me
acompañaba en mi primera toma de contacto con el volante, tras ganar, esa misma
mañana, el permiso de conducir. Cuando el disco cambió a verde, alivié la
presión sobre el pedal del embrague, aunque no lo suficiente, provocando que el
Fiat encarara embravecido la «Ronda de Málaga», a ritmo de acelerador. Cada vez
que el recorrido de este último llegaba a su fin, yo tomaba aire para afrontar
el cambio de marcha. Giré a la izquierda y me adentré en la «Nueva Andalucía»,
sintiendo cómo el pulso se aceleraba ante la inminente maniobra de
aparcamiento. El alivio al encontrar un hueco lo suficientemente grande como
para realizarla sin demasiadas correcciones debió ser comparable al de padre al
apearse del vehículo, momentos antes.
Prefirió no ver ni sentir ni padecer. O, simplemente, lo que
ocurría era que no podía soportarlo. Sea como fuere, me proporcionó vía libre,
bien para estrellarme, bien para terminar el estacionamiento con algo de éxito.
Y, como no existían los móviles, la necesidad de conocer el desenlace no era,
ni siquiera, una opción, así que, lo que hoy en día sería una angustiosa
preocupación, se digería entonces con un sencillo pensamiento, «el niño habrá
llegado bien».
Nunca le pregunté a padre si experimentó desazón o inquietud
al dejarme solo a los mandos del coche, escuchando los acelerones e ignorando
si alcanzaría el destino deseado. Es más, probablemente ni recordara aquel
episodio pues, por aquel entonces, la vida de los hijos no se monitorizaba al
ser, literalmente, inviable. Tal imposibilidad nos permitió crecer
equivocándonos solos, aunque no impidió que, ahora, como padres, hagamos todo
lo contrario. Parece que aprendimos poco.
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Miércoles, 30 de Octubre del 2024
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