Opinión

De aquellas regueras II. Empezaba el verano

Emiliano Valero Arribas | Jueves, 22 de Junio del 2023
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Era por estas fechas, cuando el triunfo de la luz lo irradia todo, el momento en el que la verde clorofila trabaja a destajo para que la vida viva, cuando aquel niño se incorporaba a los quehaceres de la huerta. Semanas antes ya se había ido iniciando cuando el colegio solo cumplía sus funciones por la mañana, pero era ahora cuando el tiempo se medía de forma distinta a como lo había hecho el resto del año. Llegaban las vacaciones de verano.

Sus primeras faenas no eran otras que las de recolectar los pepinos junto a su abuelo. Éste le recordaba una y otra vez que no cargase demasiado el cubo para que pudiera manejarlo. Después recogían las judías verdes y le parecía una tarea casi inacabable ya que eran miles las que había que coger para que hicieran bulto. Nada sabía aquel niño por entonces de que aquellas impertinentes abejas que por allí revoloteaban eran imprescindibles para que todo funcionara, ni de que aquellas avispas que lo aterrorizaban podían ser unas grandes aliadas para que otros insectos no acabasen por comerse lo que por los humanos tenía que ser comido. Pero aquellas tardes las pupilas se le iluminaban cuando veía a su abuelo, aquel hombre menudo de cejas pobladas, realizar su trabajo. Admiraba la entrega con la que lo hacía y pensaba que algún día podría hacerlo como él. A lo lejos su padre regaba a manta las cebollas, los tomates y los pimientos, otro hombre al que jamás dejará de admirar.

Mientras todo esto sucedía, las tormentas ponían unas notas sonoras en el ambiente y el inigualable olor a tierra mojada en el verano. El niño deseaba que aquellos nubarrones oscuros cuyas cortinas de lluvia tapaban el monte, llegasen hasta ellos para sofocar los ardores del estío recién iniciado, sin saber del peligro del granizo, ni del viento, y mucho menos de los hongos que la humedad podían acarrear para la cosecha de aquellas plantas de verano. Después, como cada tarde, llegaba el ritual sagrado de la merienda a la sombra de la chopera, del bombo o de las chozas de carrizo. Había tiempo para tener tiempo, para compartir conversación y faenas.

Aquel niño nunca le dijo a nadie que después de esos primeros días de verano en los que se acordaba de sus amigos del colegio, que a veces tenía cierta envidia de los juegos de los otros, terminaba por sentirse un privilegiado por poder meter los pies en el agua de las regueras, por embarrase las manos de aquella tierra suave de Cicateros, por sentir el viento fresco de la chopera y el sonido de sus hojas, por disfrutar de tanto tiempo cerca de los suyos, por disfrutar de la calle y por aprender el verdadero sentido de la vida. Pese a los momentos de cansancio, no cambiaba nada por poder meter las manos en la pileta donde se lavaban los pepinos, por sacar del agua las flores que de ellos se desprendían, por extraer, mientras el agua chorreaba a sus pies, las judías a puñados, por socializar con las gentes del barrio del Carmen que en peregrinación iban a comprar las hortalizas frescas agradeciendo el trabajo de los campesinos que fueron. Hacían barrio, hacían pueblo… Hoy nada queda de aquello.

Ese niño ahora ve desde la distancia que el tiempo hace, esas vivencias, las recuerda como parte de lo que es y las guarda. Ese niño casi nunca contaba nada a nadie, pero tengo una fuente que me asegura que aquello fue así, porque ese niño sigue viviendo dentro de quien humildemente escribe estas líneas.

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