Era por estas fechas,
cuando el triunfo de la luz lo irradia todo, el momento en el que la verde
clorofila trabaja a destajo para que la vida viva, cuando aquel niño se
incorporaba a los quehaceres de la huerta. Semanas antes ya se había ido
iniciando cuando el colegio solo cumplía sus funciones por la mañana, pero era
ahora cuando el tiempo se medía de forma distinta a como lo había hecho el
resto del año. Llegaban las vacaciones de verano.
Sus primeras faenas no
eran otras que las de recolectar los pepinos junto a su abuelo. Éste le
recordaba una y otra vez que no cargase demasiado el cubo para que pudiera
manejarlo. Después recogían las judías verdes y le parecía una tarea casi
inacabable ya que eran miles las que había que coger para que hicieran bulto.
Nada sabía aquel niño por entonces de que aquellas impertinentes abejas que por
allí revoloteaban eran imprescindibles para que todo funcionara, ni de que
aquellas avispas que lo aterrorizaban podían ser unas grandes aliadas para que
otros insectos no acabasen por comerse lo que por los humanos tenía que ser
comido. Pero aquellas tardes las pupilas se le iluminaban cuando veía a su
abuelo, aquel hombre menudo de cejas pobladas, realizar su trabajo. Admiraba la
entrega con la que lo hacía y pensaba que algún día podría hacerlo como él. A
lo lejos su padre regaba a manta las cebollas, los tomates y los pimientos,
otro hombre al que jamás dejará de admirar.
Mientras todo esto
sucedía, las tormentas ponían unas notas sonoras en el ambiente y el
inigualable olor a tierra mojada en el verano. El niño deseaba que aquellos
nubarrones oscuros cuyas cortinas de lluvia tapaban el monte, llegasen hasta
ellos para sofocar los ardores del estío recién iniciado, sin saber del peligro
del granizo, ni del viento, y mucho menos de los hongos que la humedad podían
acarrear para la cosecha de aquellas plantas de verano. Después, como cada
tarde, llegaba el ritual sagrado de la merienda a la sombra de la chopera, del
bombo o de las chozas de carrizo. Había tiempo para tener tiempo, para
compartir conversación y faenas.
Aquel niño nunca le dijo
a nadie que después de esos primeros días de verano en los que se acordaba de
sus amigos del colegio, que a veces tenía cierta envidia de los juegos de los
otros, terminaba por sentirse un privilegiado por poder meter los pies en el
agua de las regueras, por embarrase las manos de aquella tierra suave de
Cicateros, por sentir el viento fresco de la chopera y el sonido de sus hojas,
por disfrutar de tanto tiempo cerca de los suyos, por disfrutar de la calle y
por aprender el verdadero sentido de la vida. Pese a los momentos de cansancio,
no cambiaba nada por poder meter las manos en la pileta donde se lavaban los
pepinos, por sacar del agua las flores que de ellos se desprendían, por
extraer, mientras el agua chorreaba a sus pies, las judías a puñados, por
socializar con las gentes del barrio del Carmen que en peregrinación iban a
comprar las hortalizas frescas agradeciendo el trabajo de los campesinos que
fueron. Hacían barrio, hacían pueblo… Hoy nada queda de aquello.
Ese niño ahora ve desde la distancia que el tiempo hace, esas vivencias, las recuerda como parte de lo que es y las guarda. Ese niño casi nunca contaba nada a nadie, pero tengo una fuente que me asegura que aquello fue así, porque ese niño sigue viviendo dentro de quien humildemente escribe estas líneas.
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Martes, 19 de Noviembre del 2024
Jueves, 21 de Noviembre del 2024
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