Opinión

Necesidades innecesarias

Ramón Moreno Carrasco | Jueves, 22 de Junio del 2023
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Un fenómeno en alza, y no tienen más que pasear por su localidad de residencia o ver los anuncios televisivos, es el de la estética. Queremos ser guapos y modernos, entendiendo por tal un concepto previamente impuesto por quienes se autodefinen eruditos de estas cosas y no nuestro subjetivo y propio criterio. Para ello gastamos recursos porque, oigan, envejecer y parecerlo es anacrónico, incluso denota actitud antisocial, pues ahora existen medios para paliar los daños naturales que los años provocan.

Tanto es así que se dedican a ello ingentes cantidades de dinero en investigaciones científicas para descubrir remedios que nos quiten las arrugas, los michelines, detengan la alopecia, etc. En definitiva, seguimos en pos de ese elixir de eterna juventud a cuya búsqueda tantos alquimistas dedicaron su vida, con la diferencia de que antes ello solo era accesible a la clase pudiente y ahora se extiende a la clase media por el abaratamiento de costes, la subida del poder adquisitivo de la población fruto de las revoluciones habidas y los derechos sociales en ellas conquistadas, y las posibilidades de financiación.

Ello implica también dedicar tiempo para ir al gimnasio, cocinar a conciencia determinados alimentos en detrimento de otros, comprar artilugios más o menos sofisticados y un largo etcétera. Incluso no tenemos reparo, si nuestra economía nos lo permite, de someternos a intervenciones quirúrgicas asumiendo el riesgo implícito que ello conlleva. Lo curioso es que nadie parece ser consciente de la trampa que en ello hay implícita. Mas allá de las modas impuestas, somos seres singulares e irrepetibles y si tuviéramos más cuidado en nuestra forma de vestir, adaptando nuestra ropa y peinado a nuestras características físicas y no al color, patrón o estilo impuesto, luciríamos mucho mejor sin necesidad de gastar tanto dinero y tiempo en ello.

Este fenómeno en sí mismo y tomado con la mesura requerida nada tiene de malo, ahora bien, en la actualidad quiere incorporarse a la categoría de otra más de las pseudonecesidades vitales que artificialmente nos han creado, para aumentar la cuenta de resultados de la multinacional de turno y provocar severos traumas y daños psicológicos en aquella parte de la población que no puede permitirse tales dispendios o que, simplemente, se siente orgullosa de su edad y no cree necesario disimularla.

Les puede parecer que todo eso queda reducido al ámbito de la libertad individual de cada uno, pero la realidad es bien distinta, en tanto que, por absurdo que nos parezca, lograda la aceptación masiva de cualquiera de dichas pseudonecesidades, pueden dar por seguro que los renuentes a su aceptación terminarán pasando por el aro so pena de verse castigados, a similitud de lo que ocurre cuando infringimos alguna norma jurídica que puede conllevar desde una simple multa administrativa a una sanción penal que en casos graves se traducirá en una pena de privación de libertad, dicho en corto que te meten en la trena.

Y es que la costumbre, que es la norma social no escrita, puede alcanzar un grado de obligatoriedad superior incluso a aquellas normas jurídicas propiamente dichas, las publicadas en el Boletín Oficial del Estado -BOE-, estando dotadas de sanciones que se traducen en un aislamiento o muerte social, con graves repercusiones en la salud individual. Conviene recordar que la Organización Mundial de la Salud define este concepto como “un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. El ejemplo más paradigmático de ello en la actualidad es castigar sin móvil a cualquier adolescente, que se verá inmediatamente excluido de su grupo.

Estas normas, en tanto no emanan de instituciones democráticas, son las que más se prestan a la manipulación por parte de esas obscenas entidades internacionales propietarias de hecho de la casi totalidad de recursos naturales y necesarios para la vida. Así, bajo el vil chantaje de una vida burguesa plagada de comodidades maquiavélicas (ya me dirán ustedes el cualitativo salto de confort que hay entre bajar el volumen del televisor en el mando a distancia o decirle que lo haga a la bordiona de Siri o cualquiera de sus compañeras, previo pago, por supuestísimo, del correspondiente aparatejo de domótica, o entre dejar programado el sistema de climatización que tengamos antes de salir de casa o hacerlo mediante el móvil), gustosamente cedemos valiosos e imprescindibles espacios de libertad individual, volviéndonos en servidores de quienes teórica y primigeniamente fueron concebidos para servirnos a nosotros.

Así es como el salario que hipotéticamente podamos obtener en un determinado puesto de trabajo, y no nuestra vocación, la que en la actualidad determina nuestra formación académica, carrera profesional, relaciones personales y sentimentales, los hijos que vamos a tener, la localidad en la que vamos a vivir y las actividades que vamos a realizar en nuestro tiempo de asueto. Todo ello se traduce en presiones y frustraciones que no todos los individuos saben o pueden gestionar adecuadamente, especialmente grave en jóvenes donde sus mecanismos de defensa aún no se han desarrollado completamente.

La robotización y digitalización amortiza miles de empleos, por lo que el compañero de trabajo pasa a ser un enemigo susceptible de arrebatarnos el puesto profesional que tenemos y mandarnos a la siniestra cola del paro, nos volvemos más complacientes con quienes quieren vulnerar nuestros derechos sociales con la falaz esperanza de que en una futura remodelación de la plantilla no seamos nosotros los damnificados, nuestro instinto de supervivencia nos escora a un suicida individualismo y nos hace cada vez más renuentes a acciones sociales y conjuntas y, en definitiva, detenemos el proceso evolutivo de la especie para caer en su antagónico, esto es, el inicio de un proceso involutivo.  

Este es un proceso de deshumanización social en donde el individuo deja de tener valor per se, sustituyéndolo por su potencial productivo o la cuantía del capital que haya logrado acumular, haciendo que la insatisfacción personal pase de ser un fenómeno más o menos puntual a afectar a una importante porción de la población y con una tendencia claramente alcista, las conductas antisociales de intensidad y gravedad variopinta se generalicen, dediquemos nuestro tiempo a las obligaciones que dimanan de los roles profesionales obviando que también tenemos homólogas personales y familiares y que, absortos en los estímulos procedentes de las nuevas tecnologías, no conozcamos con un mínimo de rigurosidad el entorno en el que estamos inmersos.

El debate no es una cuestión de resiliencia a una intensificación del dinamismo social, en tanto que dicha adaptación daría lugar a una especie carente de valores morales y de referentes, sino si el estilo de vida al que vamos es el mejor de los posibles y el deseable, si la pérdida de la libertad individual es o no, dicho en términos estrictamente capitalistas, un precio proporcionado en relación con la contraprestación que recibimos y, en definitiva, si nuestra capacidad de raciocinio debe permanecer en el letargo actual o, por el contrario, debemos estimularla y usarla con mayor asiduidad.

Ramón Moreno Carrasco (doctor en Derecho tributario)

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