Un
fenómeno en alza, y no tienen más que pasear por su localidad de residencia o
ver los anuncios televisivos, es el de la estética. Queremos ser guapos y
modernos, entendiendo por tal un concepto previamente impuesto por quienes se
autodefinen eruditos de estas cosas y no nuestro subjetivo y propio criterio. Para
ello gastamos recursos porque, oigan, envejecer y parecerlo es anacrónico,
incluso denota actitud antisocial, pues ahora existen medios para paliar los
daños naturales que los años provocan.
Tanto
es así que se dedican a ello ingentes cantidades de dinero en investigaciones
científicas para descubrir remedios que nos quiten las arrugas, los michelines,
detengan la alopecia, etc. En definitiva, seguimos en pos de ese elixir de
eterna juventud a cuya búsqueda tantos alquimistas dedicaron su vida, con la
diferencia de que antes ello solo era accesible a la clase pudiente y ahora se
extiende a la clase media por el abaratamiento de costes, la subida del poder
adquisitivo de la población fruto de las revoluciones habidas y los derechos
sociales en ellas conquistadas, y las posibilidades de financiación.
Ello
implica también dedicar tiempo para ir al gimnasio, cocinar a conciencia
determinados alimentos en detrimento de otros, comprar artilugios más o menos
sofisticados y un largo etcétera. Incluso no tenemos reparo, si nuestra
economía nos lo permite, de someternos a intervenciones quirúrgicas asumiendo
el riesgo implícito que ello conlleva. Lo curioso es que nadie parece ser
consciente de la trampa que en ello hay implícita. Mas allá de las modas
impuestas, somos seres singulares e irrepetibles y si tuviéramos más cuidado en
nuestra forma de vestir, adaptando nuestra ropa y peinado a nuestras
características físicas y no al color, patrón o estilo impuesto, luciríamos
mucho mejor sin necesidad de gastar tanto dinero y tiempo en ello.
Este
fenómeno en sí mismo y tomado con la mesura requerida nada tiene de malo, ahora
bien, en la actualidad quiere incorporarse a la categoría de otra más de las pseudonecesidades
vitales que artificialmente nos han creado, para aumentar la cuenta de
resultados de la multinacional de turno y provocar severos traumas y daños
psicológicos en aquella parte de la población que no puede permitirse tales
dispendios o que, simplemente, se siente orgullosa de su edad y no cree
necesario disimularla.
Les
puede parecer que todo eso queda reducido al ámbito de la libertad individual
de cada uno, pero la realidad es bien distinta, en tanto que, por absurdo que
nos parezca, lograda la aceptación masiva de cualquiera de dichas pseudonecesidades,
pueden dar por seguro que los renuentes a su aceptación terminarán pasando por
el aro so pena de verse castigados, a similitud de lo que ocurre cuando
infringimos alguna norma jurídica que puede conllevar desde una simple multa
administrativa a una sanción penal que en casos graves se traducirá en una pena
de privación de libertad, dicho en corto que te meten en la trena.
Y
es que la costumbre, que es la norma social no escrita, puede alcanzar un grado
de obligatoriedad superior incluso a aquellas normas jurídicas propiamente
dichas, las publicadas en el Boletín Oficial del Estado -BOE-, estando dotadas
de sanciones que se traducen en un aislamiento o muerte social, con graves
repercusiones en la salud individual. Conviene recordar que la Organización
Mundial de la Salud define este concepto como “un estado completo de bienestar
físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o
enfermedades”. El ejemplo más paradigmático de ello en la actualidad es castigar
sin móvil a cualquier adolescente, que se verá inmediatamente excluido de su
grupo.
Estas
normas, en tanto no emanan de instituciones democráticas, son las que más se
prestan a la manipulación por parte de esas obscenas entidades internacionales
propietarias de hecho de la casi totalidad de recursos naturales y necesarios
para la vida. Así, bajo el vil chantaje de una vida burguesa plagada de
comodidades maquiavélicas (ya me dirán ustedes el cualitativo salto de confort
que hay entre bajar el volumen del televisor en el mando a distancia o decirle
que lo haga a la bordiona de Siri o cualquiera de sus compañeras, previo pago,
por supuestísimo, del correspondiente aparatejo de domótica, o entre dejar
programado el sistema de climatización que tengamos antes de salir de casa o
hacerlo mediante el móvil), gustosamente cedemos valiosos e imprescindibles
espacios de libertad individual, volviéndonos en servidores de quienes teórica
y primigeniamente fueron concebidos para servirnos a nosotros.
Así
es como el salario que hipotéticamente podamos obtener en un determinado puesto
de trabajo, y no nuestra vocación, la que en la actualidad determina nuestra
formación académica, carrera profesional, relaciones personales y
sentimentales, los hijos que vamos a tener, la localidad en la que vamos a
vivir y las actividades que vamos a realizar en nuestro tiempo de asueto. Todo
ello se traduce en presiones y frustraciones que no todos los individuos saben
o pueden gestionar adecuadamente, especialmente grave en jóvenes donde sus
mecanismos de defensa aún no se han desarrollado completamente.
La
robotización y digitalización amortiza miles de empleos, por lo que el
compañero de trabajo pasa a ser un enemigo susceptible de arrebatarnos el
puesto profesional que tenemos y mandarnos a la siniestra cola del paro, nos
volvemos más complacientes con quienes quieren vulnerar nuestros derechos
sociales con la falaz esperanza de que en una futura remodelación de la
plantilla no seamos nosotros los damnificados, nuestro instinto de
supervivencia nos escora a un suicida individualismo y nos hace cada vez más
renuentes a acciones sociales y conjuntas y, en definitiva, detenemos el
proceso evolutivo de la especie para caer en su antagónico, esto es, el inicio
de un proceso involutivo.
Este
es un proceso de deshumanización social en donde el individuo deja de tener
valor per se, sustituyéndolo por su potencial productivo o la cuantía
del capital que haya logrado acumular, haciendo que la insatisfacción personal
pase de ser un fenómeno más o menos puntual a afectar a una importante porción
de la población y con una tendencia claramente alcista, las conductas
antisociales de intensidad y gravedad variopinta se generalicen, dediquemos
nuestro tiempo a las obligaciones que dimanan de los roles profesionales
obviando que también tenemos homólogas personales y familiares y que, absortos en
los estímulos procedentes de las nuevas tecnologías, no conozcamos con un
mínimo de rigurosidad el entorno en el que estamos inmersos.
El debate no es una cuestión de resiliencia a una intensificación del dinamismo social, en tanto que dicha adaptación daría lugar a una especie carente de valores morales y de referentes, sino si el estilo de vida al que vamos es el mejor de los posibles y el deseable, si la pérdida de la libertad individual es o no, dicho en términos estrictamente capitalistas, un precio proporcionado en relación con la contraprestación que recibimos y, en definitiva, si nuestra capacidad de raciocinio debe permanecer en el letargo actual o, por el contrario, debemos estimularla y usarla con mayor asiduidad.
Ramón Moreno Carrasco (doctor en Derecho tributario)
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Domingo, 5 de Mayo del 2024
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