Feria 2023

La mala esposa (fragmento)

XXV Premio de Novela Policiaca “Francisco García Pavón” de la Fiesta de las Letras Ciudad de Tomelloso 2023

Estela Chocarro Bujanda | Viernes, 18 de Agosto del 2023
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Un escalofrío le recorre el espinazo; acto seguido, sin embargo, sonríe para convencerse de que todo es un juego, de modo que acepta el desafío y se descalza para ocultar su ubicación. El contorno de sus huellas dura apenas un suspiro a medida que avanza hacia el comedor. La mesa refulge desierta excepto por un ramo de lirios. Imagina a Max saliendo de la floristería con el ramo y, más tarde, buscando un jarrón para adornar la mesa donde tomarán el desayuno antes de… O tal vez después, para reponer fuerzas. Sonríe de nuevo y continúa hasta la cocina. Una gran isla ocupa el centro de la estancia; el resto del mobiliario, armarios y electrodomésticos de alta gama, orbita a su alrededor: una campana de acero, fogones de gas, una nevera de dos puertas, un congelador, un microondas, un horno doble y una vinoteca climatizada. Adora la casa en ese mismo instante. A pesar de ello, algo la perturba. Ese juego no le gusta tanto como había imaginado. —¿Max? De regreso al comedor, se asoma con aprensión, como si, durante su breve ausencia, el espacio se hubiera vuelto hostil. La mesa de madera oscura le parece ahora un ataúd, el haz de lirios una corona. ––¡Qué tontería! ––musita antes de decidirse a entrar. Contiene la respiración, cruza a toda prisa la estancia y descubre que la casa se extiende a la derecha. Allí, un inusitado salón de paredes acristaladas da a un vasto jardín. Se acerca sigilosamente, aunque no deja de repetirse que es innecesario tanto tiento. ––¿Max? ––su voz suena insegura––. ¿Max? Sigue recorriendo la casa con los zapatos en la mano, de puntillas. Corona la escalera hasta un amplio distribuidor con cinco puertas, una de ellas abierta. Desconfía de su propia vista cuando ve un bulto en el suelo, oculto, en parte, por una columna. Sus piernas tiemblan. Es un cuerpo, el de una mujer. Yace de costado. Su melena rubia, caída sobre el rostro como un sudario, le oculta las facciones. No descubre el cuchillo clavado en su abdomen hasta que se arrodilla para comprobar si sigue viva. Su pulso es débil, su respiración, exánime. Siente que debe sacárselo, que solo así podrá regresarla a la vida. Los ojos de la mujer se abren de par en par en cuanto lo extrae. Un escalofrío le recorre el espinazo; acto seguido, sin embargo, sonríe para convencerse de que todo es un juego, de modo que acepta el desafío y se descalza para ocultar su ubicación.

El contorno de sus huellas dura apenas un suspiro a medida que avanza hacia el comedor. La mesa refulge desierta excepto por un ramo de lirios. Imagina a Max saliendo de la floristería con el ramo y, más tarde, buscando un jarrón para adornar la mesa donde tomarán el desayuno antes de… O tal vez después, para reponer fuerzas. Sonríe de nuevo y continúa hasta la cocina. Una gran isla ocupa el centro de la estancia; el resto del mobiliario, armarios y electrodomésticos de alta gama, orbita a su alrededor: una campana de acero, fogones de gas, una nevera de dos puertas, un congelador, un microondas, un horno doble y una vinoteca climatizada. Adora la casa en ese mismo instante. A pesar de ello, algo la perturba.

Ese juego no le gusta tanto como había imaginado.

—¿Max?

De regreso al comedor, se asoma con aprensión, como si, durante su breve ausencia, el espacio se hubiera vuelto hostil. La mesa de madera oscura le parece ahora un ataúd, el haz de lirios una corona.

––¡Qué tontería! ––musita antes de decidirse a entrar.

Contiene la respiración, cruza a toda prisa la estancia y descubre que la casa se extiende a la derecha. Allí, un inusitado salón de paredes acristaladas da a un vasto jardín.

Se acerca sigilosamente, aunque no deja de repetirse que es innecesario tanto tiento.

––¿Max? ––su voz suena insegura––. ¿Max?

Sigue recorriendo la casa con los zapatos en la mano, de puntillas. Corona la escalera hasta un amplio distribuidor con cinco puertas, una de ellas abierta.

Desconfía de su propia vista cuando ve un bulto en el suelo, oculto, en parte, por una columna. Sus piernas tiemblan. Es un cuerpo, el de una mujer. Yace de costado. Su melena rubia, caída sobre el rostro como un sudario, le oculta las facciones.

No descubre el cuchillo clavado en su abdomen hasta que se arrodilla para comprobar si sigue viva. Su pulso es débil, su respiración, exánime. Siente que debe sacárselo, que solo así podrá regresarla a la vida.

Los ojos de la mujer se abren de par en par en cuanto lo extrae. Comprende que lo único que evitaba que la sangre escapase a borbotones era el propio cuchillo. Solo entonces, a pesar de que el dolor intenso, de que la muerte inmediata le han deformado las facciones, la reconoce. También el cuchillo que ahora sujeta entre los dedos.

Y todo se detiene. que lo único que evitaba que la sangre escapase a borbotones era el propio cuchillo. Solo entonces, a pesar de que el dolor intenso, de que la muerte inmediata le han deformado las facciones, la reconoce. También el cuchillo que ahora sujeta entre los dedos. Y todo se detiene.

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