Cuando volvimos de las
largas vacaciones de verano, las últimas, la pintada que reclamaba “¡Libertad!”
seguía en la tapia de enfrente del colegio. Caligrafiado en la pared de una
bodega, de las tantas que había en la calle, el cartel estaba trazado con fabulosas
letras escritas con una descarada y gritona tipografía y dibujado con espray de
un esperanzador tono verde. A todos nos sorprendió cuando el curso anterior,
séptimo de EGB, vimos el grafiti, acostumbrados como estábamos a los letreros
hechos con polvos azules que certificaban amores o acusaban infidelidades.
La pintada apareció un
lunes, trazada seguramente durante un fin de semana de vino, rosas y palabras
grandilocuentes e ilusionantes. A uno, que siempre estaba observando tras los
sucios cristales de las gafas, le sirvió para aforar de que pie cojeaban
nuestros maestros. Los había —ellos enfundados en severos ternos de corte
obsoleto e irisados brillos de mil y un roces y ellas vestidas con inflexibles
faldas plisadas y rebecas lisas, abotonadas hasta el cuello— que agachaban la
cabeza, como no queriendo ver el libertario pasquín. A algunos solo le faltaba
persignarse para conjurar aquel antipático vocablo. Una maestra, siempre vieja,
articuló un “la que se nos viene encima”. Luego estaban los otros, “los
nuevos”, vestidos con jerséis y vaqueros, ellos y ellas. Contemplaban el letrero
con orgullo y descaro, como algo inevitable, irreversible y glorioso. Una
maestra, joven y de indomable belleza, tarareó convencida “sin ira, libertad; y
si no la hay, sin duda, la habrá”.
Aquella luminosa mañana
de septiembre con moscas y un embriagador olor a mosto el grafiti fue el
testigo mudo de nuestra vuelta de las vacaciones de verano para empezar el último
curso en el Colegio Nacional Mixto José Antonio.
El curso empezaba “en
serio” a partir del 12 de octubre. Quien más o quien menos se iba a vendimiar,
en aquellos años, no importaba la edad del vendimiante. Los que no teníamos
viñas, los de padres con oficios de pueblo, disfrutábamos de una prolongación
de las vacaciones en el colegio.
La educación obligatoria
acababa entonces en octavo de la EGB. Aprobando ese curso el alumno era
acreedor del Graduado Escolar. El título permitía estudiar bachiller.
Suspendiendo, el estudiante recibía el Certificado de Estudios primarios, un
documento que daba fe de tu paso por la escuela y con el que únicamente se
podía cursar Formación Profesional. El sistema permitía poder repetir el curso
para intentar obtener el “graduado”. Pues bien, además de los repetidores
nativos, tres aquel año, se incorporaron otros tres de otros colegios. Acogimos
a los repetidores nuestros y a los otros sin reservas, nos dividimos en dos
clases (Octavo A y Octavo B, en un alarde de imaginación) y comenzamos la
aventura.
Aprendimos a fumar, chicos
y chicas, algunos sin tragarnos el humo, y que la capital de Nepal es Katmandú.
Supimos que los presidentes de la Primera República, que apenas duró un año,
fueron Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, o que el ph del agua es 7.
Nos reíamos a carcajadas con las aventuras de Nicole, Robert y Papapouf (que
era el perro) y su burguesa familia francesa. Bueno, no nos carcajeábamos de
los franchutes sino más bien de nuestro gigantesco profesor de francés. Un
señor inmenso, con un bisoñe poco disimulado y nada limpio; un alma bondadosa a
la que martirizábamos con fruición. Para su suerte y nuestro enojo, octavo A
tenía enfrente el despacho del director.
Fue, precisamente, la
diligencia del director la que evitó que acabase en desgracia lo que cuando se
nos ocurrió parecía una brillante idea. Debajo de la ventana central de nuestra
aula había un eterno reloj de sol con el plano horario muy mal trazado y un
gnomon oxidado, muy largo, que estaba colocado, como habíamos aprendido en
Matemáticas, en pendiente positiva. A alguna mente desquiciada por el exceso de
hormonas se le ocurrió que, dado que el estilete del reloj parecía una
escarpia, podríamos colgar una silla, a ver qué pasaba. El experimento salió
bien, la silla estaba estable en su nuevo emplazamiento. Nuestra inquietud
científica nos hizo querer ampliar la investigación y proyectamos colocar a un
condiscípulo en el asiento y así conocer la resistencia del ingenio horario.
Convencido nuestro conejillo de indias, irrumpió don Santiago cuando
descendíamos al voluntario como al ángel del Misterio de Elche, incluso entre
loas y antífonas coreadas por toda la clase. Hubo que izarlo de nuevo, estaba a
un palmo justo de la silla, y aguantar como el docente nos hablaba de nuestro
futuro en Herrera de La Mancha.
Cinco o seis aprendices
de hombre, de los del A, llegamos una mañana al colegio con camisas militares.
Estábamos impresionantes, éramos la sensación del recreo. Alguno, incluso,
enfatizó su aliño indumentario con unas gafas de sol. El alijo de jubones
caquis nos los proporcionó un condiscípulo; su padre era camionero y tuvo que
transportar fardos de ropa militar usada. De alguna forma poco lícita las
camisas salieron de las enormes balas de uniformes y acabaron cubriendo nuestro
juvenil torso.
Nuestro amigo dejó enseguida el colegio. Lo pusieron a trabajar en un bar de reciente apertura. De vez en cuando se acercaba a vernos, fumando Moore —unos cigarrillos americanos negros y larguísimos— y con una esclava de oro en la mano izquierda. Abandonó el bar para trabajar en el negocio familiar. Murió pronto, aplastado bajo toneladas de remolacha en Despeñaperros. Lo trajeron ensangrentado, amoratado, deformado y lorquiano. Lo llevamos en hombros desde el Asilo al cementerio. Con el sudor de las manos se desprendía el barniz del ataúd. Las tuve manchadas más de una semana; todos los días me las lavaba con lejía viva y un estropajo de esparto para quitarme las manchas, aquellos estigmas marrones que me recordaban la muerte de mi amigo.
Antes de las navidades,
los profesores eligieron a un grupo de alumnos para participar en un concurso
cultural que emulaba a “Cesta y puntos”. Nos preparamos con el entrenador, don
Antonio, y discutíamos sobre las películas navideñas. Él prefería por encima de
todas “Las campanas de Santa María”, con Bing Crosby de cura e Ingrid Bergman
de monja. Hubo que enfrentarnos a los colegios del pueblo y quedamos segundos.
Aquello nos impidió participar en la fase provincial. Recibimos una copa, mucho
más pequeña la de los vencedores —nos ganaron porque usurparon nuestro sitio en
la palestra— y medallas para todos. Después, don Antonio —que era maestro, no
pedagogo porque no vestía de negro y siempre trataba bien a los alumnos— nos
invitó a refrescos y calamares.
Otras navidades, diez
años después, el tío Jesús me llamó por teléfono al almacén donde llevaba las
cuentas por horas. El escueto y no deseado “¡Ya!” que soltó con resignación fue
para mí un largo discurso que escondía la noticia más triste que había recibido
hasta entonces. Corrí a casa y mi madre yacía en su cama con un pañuelo de
yerbas atado alrededor de la cara y los ojos cerrados. Recuerdo moverla con
insistencia, zarandearla para cerciorarme de que no estaba dormida. Aquella
mañana, la última, después de desayunar tras muchos días de no hacerlo, nos
mandó a todos a trabajar o a la escuela. Estaba mejor que nunca, dijo. Cuando
volvimos, una hora escasa después, descansaba sobre la cama con un pañuelo de
las viñas cerrándole la boca. Esa que me dio tantos besos, esa que siempre
sonreía; esa boca de la que solo salía palabras de ánimo, la que se alegraba
por todo. A mis oídos llegaban las palabras de los tíos y las tías que, como en
un coro griego, emitían voces sincopadas buscando el consuelo. Ya descansa. Ya
está con Dios. Ha dejado de sufrir. Egoístamente pensé que éramos nosotros lo
que comenzaríamos a sufrir a partir de ese momento. Lloré como un niño,
desconsolado. Aún lo sigo haciendo treinta y cinco años después por no haberle
regalado en vida los versos que se merecía la mejor persona que nunca he
conocido. Después cogí la mala costumbre de beber en exceso. El alcohol se
apoderó de mí. Nunca bebía lo suficiente. Fui una mala persona que cometió
actos terribles, de los que me arrepiento cada mañana.
El curso del 78 iba
pasando lentamente —eso me parecía entonces, ahora, ya viejo, me parece que
duró un suspiro—. Nos acostumbramos a que la reciente política lo ocupase todo
entusiasmándonos con el maremágnum de siglas que aparecieron en poco tiempo.
Uno adoraba las canciones revolucionarias, esas que con música aburrida y
letras ripiosas reclamaban justicia social en Latinoamérica. Las ansias de
libertad, no solo por la pintada de la calle Campo, habían calado
indeleblemente. Convinimos los dos cursos en hacer huelga para protestar por el
método de enseñanza de uno de nuestros maestros. Queríamos que pasase de la
mayéutica socrática de preguntas y respuestas a la más razonada explicación de
los temas. La escaramuza quedó en nada, amenazó con suspender hasta al gato y
desconvocamos rápidamente el paro. Eso sí, los profes —algunos de ellos— nos
encasquetaron el “los chicos de la canción protesta”, como humillante apodo.
Aquel curso del 78, el
del verano de los tres papas, nos enseñaron a jugar al balonmano, vimos
desnudos en papel cuché y comprendimos que la madurez, el conocimiento y la
sensibilidad de las mujeres son infinitamente superiores a las de los hombres.
Hicimos una fiesta de fin de curso, como las de las películas americanas, con
música lenta, luces giratorias y cubalibres de ginebra. Mientras sonaba Nicola
di Bari bailábamos lento y fumábamos Fortuna.
Me dieron un certificado
con un Sobresaliente trazado con letra inglesa que daba gloria verlo. Todos los
maestros me auguraban un prometedor futuro. Pero aquella misma noche me fui a
trabajar dejando atrás, para siempre, la infancia.
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Viernes, 22 de Noviembre del 2024
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