Estas líneas quieren ser un homenaje de reconocimiento a todas esas mujeres que han dedicado y siguen dedicando su vida a la noble vocación de hacernos comprender los entresijos de la cultura, a iniciarnos en el apasionante mundo del saber, a dotarnos de las herramientas necesarias para poder entender la vida más fácilmente.
Decía Mario Vargas Llosa que lo más importante que le había sucedido en la vida era haber aprendido a leer. Las maestras, unas mujeres que han sido y siguen siendo fundamentales en el desarrollo cultural de cualquier país pues no existe profesión más necesaria y trascendente para la calidad de una sociedad. Por causa de lo que más adelante diré, estas líneas tienen como protagonistas a unas mujeres admirables, las maestras del ayer.
Somos hombres y mujeres de una determinada época, de unas modas y usos, de éxitos y fracasos, somos en definitiva ejemplos vivos de nuestras conquistas y descubrimientos, pero sobre todo y ante todo de nuestra cultura y educación. Desde los elementos más insignificantes que nos identifican, a aquellos más trascendentes…pasando por todos esos que sin tener demasiada relevancia nos dan y procuran a la sociedad un aspecto nuevo y muy distinto al que presentaba hace cien años. Desde la forma de vestir, el peinado y la limpieza…hasta las filosofías que marcan los comportamientos y exigencias que definen a los quehaceres y obligaciones profesionales y sociales.
Hace tiempo me llegaba un correo electrónico que contenía una auténtica reliquia; un ejemplar del “Contrato de Maestras de Escuela” del año 1923. En él se recogen las condiciones establecidas y los requisitos exigidos para que estas docentes pudieran dar clases en los centros educativos. Por lo curioso del mismo, por lo que encierra de claustrofóbico y limitativo en las libertades de las mujeres en aquellos años y por supuesto que a modo de simple divertimento…comento algunos de sus puntos más anacrónicos…vistos, claro está, desde la perspectiva en la que vivimos casi un siglo después.
El primer punto y más prosaico es el salario. La maestras cobraban la “astronómica” cantidad de setenta y cinco pesetas…(cuarenta y cinco céntimos de euro) al mes. Como hecho comparativo decir que un periódico de entonces valía diez céntimos. Quizá sea el extremo menos anacrónico y más acorde con la evolución que el dinero ha tenido a través de este tiempo. No era un salario para tirar cohetes…pero no estaba mal para vivir…sin lujos. Equiparándolo a hoy estaríamos hablando de unos mil cien euros…un dinero que por el modo de vivir exigido…tendrían muy pocas ocasiones de gastarlo. Una vida de ahorro económico y de otras cosas, puro y duro.
Porque lo esperpéntico viene ahora. Las condiciones del contrato tocaban de refilón algunos aspectos puramente profesionales…pero como podrán comprobar hacían básicamente hincapié en aspectos personales, físicos y morales. Iban desde la prohibición para usar maquillajes, pintarse los labios o teñirse el pelo, hasta la de vestir ropa con colores brillantes usando siempre faldas por debajo de las rodillas…pasando, ¡alucinen!, por la obligatoriedad de llevar puestas al menos dos enaguas…¡que había que ser calenturientamente imaginativo!
Respecto a la vida personal…la cosa se ponía si cabe más injusta y estrecha. Las pobres maestras no podían incurrir en la idea de casarse si querían conservar el puesto, en un impresionante abuso y agravio comparativo con los maestros sin ir más lejos; ni siquiera podían estar acompañadas a solas por ningún hombre que no fuera su padre o hermano, cosa que por otra parte era una consecuencia lógica de la condición anterior.
En cuanto a vicios menores…no podían fumar, beber, ni poder tomar siquiera una cerveza, ni frecuentar las heladerías. Ciñéndonos a las obligaciones meramente profesionales, tampoco gozaban de excesivas libertades, más bien, eran como chicas para todo. Tenían la obligación de estar en casita a las ocho de la tarde y permanecer allí recogiditas hasta las seis de la mañana, hora en la que comenzaban sus faenas y quehaceres y distingo entre faenas y quehaceres porque las primeras no tenían nada que ver con la docencia; encender el fuego a las siete, barrer el aula a diario y fregarla con agua caliente una vez en semana como parte de la limpieza general.
Y a modo de nexo entre las faenas domésticas y educativas…la obligatoriedad de limpiar la pizarra al menos una vez al día, cuestión que rayaba ya en lo simpáticamente paranoico.
Maestras, mujeres vocacionales, abnegadas y entregadas a la noble causa de la educación, que debido a la estrechez y oscuridad en las mentes de entonces…fueron obligadas a renunciar a su vida privada en aras de un servicio fundamental a la sociedad…y qué poco se ha valorado y hablado de ello.
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