De pequeño imaginaba que
todo el universo cabía en la célula de un ser vivo de tamaño descomunal y que,
a su vez, la inmensidad que este ser percibía no era más que una pequeña
habitación construida en un grano de arena de otro mundo, mayor aún, tan grande
como diminuto, pues ese mundo pertenecía a otro que lo envolvía, haciéndolo a
su vez insignificante.
Recuerdo detenerme en la
tercera o cuarta iteración, pues se me hacía inabarcable imaginar que alguien
pudiera tener entre sus dedos una mota de polvo con todo un sinfín de galaxias
dentro. Así que me centraba en ese primer ser del que formábamos parte y me
preguntaba si, en las otras células, habría gente como nosotros. Sentía
angustia, pues sabía que era imposible establecer contacto. Si ni siquiera
habíamos sido capaces de llegar a Marte ¿cómo íbamos a saltar a otro universo?
Pensaba, entonces, en la
suerte que tenía ese ser vivo, de contar con tantos mundos en su cuerpo, aunque
lo más probable era que él tampoco lo supiera. Es más ¿quién podría afirmar
que, dentro de mí, no existieran millones de vidas, repartidas entre músculos,
neuronas, pelos o huesos? En contraste con todas aquellas preguntas que
producían en mí una desazón considerable, estaba el hecho de que la mayoría de
las personas a mi alrededor, parecían comportarse como si esto no importara en
absoluto.
Mi padre, por ejemplo,
recorría unos doscientos metros al día. Cien para ir al trabajo y cien para
regresar. Pasaba allí horas, sentado, mientras clasificaba recibos y hacía
llamadas telefónicas. Lo sabía porque, en alguna ocasión, me dejó ir con él.
Pude comprobar, entonces, que la mayoría de las personas que desempeñaban su
trabajo allí, ignoraban que, probablemente, eran parte de algo más grande. Y
fue cuando la sombra del destino o, mejor dicho, de una mano negra, se cernió
sobre mí. A la angustia de saberme impotente por no poder explorar los millones
de cuerpos a los que pertenecíamos, le siguió la ansiedad provocada por la
certeza de ser un instrumento, una hormiga dentro de una comunidad con un fin
en sí mismo que, de manera individual, no significaba nada.
Los compañeros de mi
padre, y mi padre mismo, hacían tareas que, de alguna manera contribuirían a
mantener unos equilibrios, aunque bien podría suceder que las mismas no fueran
indispensables y que, ni ellos ni mi padre ni yo mismo resultáramos útiles para
mantener la vida celular del ser al que pertenecíamos. Confieso que, durante
años, estas ideas ocuparon buena parte de mi tiempo fuera del colegio. A
menudo, por las noches, dedicaba unos minutos a encontrar la manera de que, al
menos mi familia, se interesara por lo que llamé ‹‹el gran problema››. No tuve
éxito en mi empresa.
Hoy creo honestamente
que, de haber perseverado en todas aquellas cuestiones, hubiera terminado en un
centro especial, sometido a tratamientos psiquiátricos de todo tipo.
Afortunadamente, un cóctel de sustancias que toda forma viva produce de manera
automática y que se libera a la edad adecuada, provocó que me olvidara de todas
aquellas preguntas absurdas que me hubieran conducido a la locura. Conocí a una
chica, fui a la universidad y conseguí un trabajo en una oficina muy parecida a
la de papá. Tuve dos hijos y uno de ellos, hace unos días, me preguntó qué
había cuando el universo se acababa.
Comprendí que se estaba
haciendo las mismas preguntas y sentí miedo de compartir con él lo que yo, con
su edad, aun no sabía y que descubriría más adelante. Si todos nosotros, todos
los que habitamos en esta célula, sintiéramos, de manera constante e
indefinida, la desesperación que me invadió durante aquellos años,
provocaríamos un colapso en su metabolismo, iniciando una reacción en cadena
que destruiría las células contiguas, acabando con la vida del ser al que
pertenecemos y destruyendo, iteración tras iteración, todo lo que existe, hasta
el infinito. No hay destino, pero sí deben mantenerse los equilibrios.
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Martes, 17 de Septiembre del 2024
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