Opinión

Los finados ensombrecen a Ciri

Joaquín Patón Pardina | Sábado, 9 de Noviembre del 2024
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Fiel a la cita Ciri ocupa su silla de costumbre. El viernes pasado no tuvimos nuestra reunión acostumbrada, como bien sabéis queridos lector o lectora, me había avisado de una excursión en familia.

—Buenas tardes, querido amigo, ¿qué tal tu periplo? —lo saludo con cariño y una sonrisa como merece nuestro encuentro; él se pone de pie, a pesar de nuestra confianza,  llevado por su esmerada educación.

—Se nos ha dado muy bien. Ya sabes…, estando con las personas que amas, siempre se dará bien. Lo triste fue el daño que ha causado la dana y el sufrimiento de tanta gente.

Nos sirven los cafés humeantes y las magdalenas de costumbre. Observo que mi amigo no les dedica la sonrisa de otras veces, de gusto y satisfacción, el semblante es de preocupación.

—Ciri, ¿te ocurre algo?, noto que estás…, si no triste, sí preocupado. Sabes que soy tu amigo y puedes contar conmigo, ¿qué te pasa?

—¡Que me llevan los demonios! —exclama y a la vez como señal de rabia golpea su pierna— ¿No has observado el espectáculo que están dando los políticos de todos los partidos? Como hienas queriendo sacar provecho de la catástrofe, de los muertos, de la ruina que tienen esas personas.

—Claro que lo he visto y me da mucha rabia, pero creo que deberías hacer lo que yo, fijarte en la muchedumbre de personas colaborando con los afectados, desde el que lleva una botella de agua hasta el que trabaja con la excavadora. ¡Millones de españoles de bien con un corazón donde caben el resto de sus compatriotas! Creo que es preferible fijarse en esto y seguir arrimando el hombro y el bolsillo todo lo que podamos.

—Cierto, es lo que voy a hacer a ver si se me pasa el berrinche que me carcome.

—Por cierto, Ciri, ha llegado a mis manos un libro donde se relatan varias leyendas fechadas en el mes de noviembre, o sea de los difuntos o de las ánimas. Si no te incomoda te cuento una de las que más me han gustado, porque creo que es histórica.

—Perfecto, esa literatura me gusta, aunque da un poco de repelús, espero que me dejen dormir esta noche.

Mi amigo es bastante miedica, con sus años y experiencia, pero ha sido incapaz de librarse de esa lacra. Es muy valiente en otros asuntos, pero en este hace aguas.

—Se trata de un suceso acontecido en Carrizosa, como sabes un pueblo de nuestra provincia, fechado hace bastantes años. Al salir de la escuela un niño llamado Sinforoso se encontró con Perpetua, una señora a la que se le reconocían poderes extra naturales, entre los que contaba echar y deshacer el mal de ojo, se fijó encanada en la hermosura que era el infante. Ella enlutada siempre, con el correspondiente pañuelo negro en la cabeza y atado con nudo debajo de la barbilla. 

»Cuando el niño llegó a casa, la madre le ofreció merienda como cada tarde, pero no pudo tomar nada, a causa de unas arcadas fuertes y dolor persistente de cabeza. Así estuvo hasta el día siguiente sin probar bocado, comenzaron a ennegrecérsele las ojeras y la preocupación en la familia iba en aumento. Una vecina, de visita en la casa, le pasó la duda a la madre de que podría ser mal de ojo, haciendo necesario el remedio de la ensalmadora.

»Ni corta ni perezosa siguió el consejo de la vecina y en casa de Perpetua se presentó con Sinforoso. Era el día de Todos los Santos y en el pueblo había costumbre ancestral de hacer sonar la campana con el tañido mortuorio, desde la hora de vísperas hasta las doce en punto de la noche, en tal menester se relevaban sacristán y monaguillos mayores, para que no callara el sonido recordando a los muertos. Las mujeres, más que los hombres, se santiguaban en señal de respeto y recuerdo por los difuntos.

»Había quienes afirmaban que, mientras sonaba el lánguido toque, los finados andaban por los tejados, tal afirmación iba seguida del nombre y fecha en que alguien los vio pasar por las tejas. 

»Llegados que hubieron a la morada de la sanadora, de inmediato saltó el diagnóstico por entre los dientes escasos de la saludadora: «Este niño padece mal de ojo, inmediatamente se lo voy a quitar». Dicho y hecho, se remangó las mangas del hábito de san Apapucio que tenía prometido desde que descubrió en ella poderes sobrenaturales y comenzó la oración. Silencio absoluto en toda la casa. La habitación que ocupaban se iluminaba con una vela plantada en su correspondiente palmatoria de cerámica. A lo lejos se oía le tañer incesante: Tan…, tan-tan…, tan…, tan-tan.

»Sinfo, el niño, permanecía enmudecido escuchando atónito las oraciones entremezcladas de latín y castellano, e intentando que no le salpicaran en los ojos y la cara las gotas de agua bendita (extraída a escondidillas, porque así tenía más fuerza sanadora, de la pila bautismal de la iglesia), que una y otra vez Perpetua le asperjaba. Casi media hora de oraciones, santiguaciones, y gestos rituales entre mágicos y heréticos duró la ceremonia. «Verás como mejora tu niño. Lo tenía cogido muy fuerte y he tenido que concentrarme a fondo para poder sacar todo el mal de su cuerpo» 

»A la pregunta de la madre sobre cuánto le debía, la respuesta fue la de siempre: «Nada, hija mía, yo lo hago para quitar dolencias misteriosas de este mundo que nos ha tocado en suerte, por desgracia. Pero si por quedarte tranquila me das algo, no te lo voy a rechazar»

»Sinfo y su madre volvieron a casa, el niño con el mismo mal aspecto que antes de la visita. Es que todavía no había dado tiempo a que el cuerpo reaccionase, —pensaba la madre.

»No había echado Dios sus luces cuando la madre fue corriendo a la cama del chico, se había pasado media noche velando la mejoría del hijo de sus entrañas, no quiso despertarlo, aunque el muchacho estaba mejor, o por lo menos eso le parecía a ella. Cerca de la hora para la escuela lo despertó con sufriente tiempo para lavarse y desayunar: el niño estaba perfectamente sano.

Siento los ojos de Ciri en mi cara, la ceja izquierda, como de costumbre arqueada y subida de nivel para mostrar la incredulidad. No da la carcajada porque le ha gustado la leyenda.

—Muy interesante, —comenta sin añadir aclaraciones ni dudas, sorbe las últimas gotas de café y deja la taza en su sitio, tiempo que yo aprovecho para añadir.

—Amigo, lo que me falta por contarte es que, el niño de la historia, a partir del año siguiente a su curación, desde la hora de vísperas hasta las doce de la noche, cuando los finados andan por los tejados, cambia las eses por zetas. Así pues, su nombre cambia de Sinforoso a Zinforozo y azí todaz laz palabraz”.

Ahora sí, Ciri ya no aguanta y su carcajada es tan sonora que el paseante que cruzaba por el escaparate ha vuelto la cabeza. 

He conseguido que mi amigo cambiara su estado de ánimo del comienzo del coloquio.

Es que con las historias de miedo uno no sabe si reír o llorar. 


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