Con gabardina y sombrero de fieltro se ha presentado esta tarde de noviembre Ciri en nuestra reunión. El frío comienza a ser intenso a estas horas de la tarde.
—¿Qué tal amigo? Veo que has tomado tus precauciones necesarias para el cambio climático.
—Evidente, ya lo ves. Conoces bien mi interés por no acatarrarme, aunque vengo un poco “mocosejo”; el miércoles me pusieron, como la necesidad obliga, las vacunas contra la gripe y el covid; debe ser algo de reacción lo que tengo, que va a mejorar con urgencia en cuanto nos sirvan los cafés y las magdalenas.
—Eso será cierto. ¿pudiste dormir tranquilo después de mi narración de la leyenda de noviembre? Porque has de reconocer la fobia que te producen los fenómenos inexplicables. Todos tenemos miedo a algo.
—Sí. Sin problemas, cuando me acuesto olvido todo, me relajo y a descansar. Venía pensando en que me contaras alguna que hayas leído, que te pareciera más interesante; esa fobia, que dices, me carga de adrenalina ya que estamos en el mes apropiado.
—De acuerdo. Esta leyenda, que voy a contarte ahora, la sitúan cronológicamente en los años de la invasión napoleónica, en torno a 1808 y geográficamente en Albaladejo. Parte del ejército de Napoleón se instaló en el Campo de Montiel, de modo que en sus correrías alcanzaban los pueblos más cercanos, uno de ellos fue el citado. Anochecía cuando don José Bonaparte y cuatro soldados más decidieron entrar en la taberna que había en la plaza. Les habían dicho que allí preparaban unos productos de origen porcino que alimentaban solo con el olor, de modo que, si se añadía el vino de la comarca, podría completarse un festín de dioses.
»El orgullo gabacho fraguó el desprecio hacia el tabernero y las voces imperiosas exigiendo los mejores preparados del cerdo resonaban en el recinto. La cocinera (esposa del propietario) se multiplicó para servir a los señores los manjares guardados en orzas o colgados en la cámara. Aquellos energúmenos habían olvidado el “S´il vous plaît” o el “Merci beoucoup”.
»No repararon en una mesa con tres personas en el rincón más escondido; jugaban a las cartas o eso parecía. El del centro, un hombre con sombrero de paja deshilachado cubriendo un pañuelo de hierbas ajustado a la cabeza y anudado en la nuca. Llevaba, mínimo, un mes sin pasarse la navaja por la barba, y mucho más tiempo sin utilizar jabón para sus manos. Los dedos terminaban en uñas añejas encorvadas por el tiempo y negras como la noche. Extendía los naipes, sorbía de la jarra común en la mesa, los recogía, golpeaba la madera enmugrecida por el tiempo y volvía a repartirlos. En el centro una vela pegada por la base iluminaba mínimamente lo imprescindible.
»Con cada movimiento para extender los naipes, la boca de aquel hombre con una blancura destellante en los dientes, como si la hubiera preparado para el caso, recitaba lentamente algo parecido a una oración tétrica, invocando enérgicamente a los espíritus que podrían estar presentes en ese momento y lugar:
“Ne recorderis peccata mea, Domine.
Dum veneris iudicare sæculum per ignem.
Dirige, Dómine, Deus meus, in conspectu tuo viam meam.
Dum veneris iudicare sæculum per ignem.
Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis.
Dum veneris iudicare sæculum per ignem.
Kyrie, eleison, Christe, eleison. Kyrie, eleison.
Pater noster”.
»Los militares franceses, ocupados en la pitanza, observaban de reojo los movimientos de manos del celebrante sin demasiado interés. A don José Bonaparte le cayó en gracia la mesonera, y, dicho sea de paso, en uno de los viajes que la señora realizaba de la cocina a la mesa gabacha, no pudo resistir la tentación de golpear las posaderas de la posadera, lo que se tradujo en un bofetón a rodeabrazo en los mofletes sonrosados del francés; le faltó el canto de un duro para rodar por los suelos empedrados. Y de ahí no pasó la cosa, tras observar al camarero, tras la barra, acariciar el cuchillo de la matanza.
»En ese momento de mayor alboroto finalizaba el nigromante su oración, él y sus acompañantes elevaron los brazos y ojos a lo alto esperando una respuesta del cielo. Seguidamente, golpearon la mesa con los nudillos en tres golpes acompasados: Blum-blum-blum. La llama de la vela se separó de la mecha más de una cuarta, sin apagarse y el hogar de la taberna inflamó un llamarada como si los troncos de encina se transformaran en cartuchos de pólvora. Un ascua salida de la lumbre se puso a escribir en la pared: “Soy el espíritu de Epifanio, estoy aquí, preguntadme lo que queráis”.
»Los pies de los galos se convirtieron en palas de molino en veloz retirada, consiguieron salir los tres primeros. Los inmediatos se encontraron con la dura tripa del pasadero ocupando la puerta al completo que, con la garrota en la mano, les dijo por lo bajinis: “De aquí no sale nadie mientras no paguéis la cuenta”. Don José Bonaparte (para los paisanos Pepe Botella) se arrancó de la cintura la bolsa de cuero repleta de reales y cariñosamente la entregó al mesonero, a la vez que éste liberaba la salida.
—Querido amigo, —responde Ciri con una voz casi inaudible— ¿Estas leyendas te las inventas tú o las has leído en el libro que dijiste? Es que las cuentas como si las vivieras…
—Ciri, qué más da, tu pasas un rato con el alma en vilo, tratando de que el miedo no te domine y yo practico el arte de la oratoria.
Volvemos a reírnos a gusto.
Pagaré yo la consumición porque el compañero lleva una cara semejante a la cera. No sé si conseguiré que domine el miedo a lo misterioso.
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Sábado, 16 de Noviembre del 2024
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