Eufrasio era natural de Altozanos del
Rio, pueblo de unos ochocientos habitantes, eminentemente agrícola, con feraces
huertas que humectaban las aguas del rio Guadialto, afluente del Raudo. Había
asistido a la escuela hasta los 12 años, demostrando cualidades que, en otro
caso, de haber pertenecido a una familia de mayores posibles, hubiera seguido
los estudios académicos correspondientes y concluido, incluso, una carrera universitaria, pero las
necesidades de su casa formada por el padre ex minero silicótico, la madre y
cinco hermanas más, de los que él era el
tercero y único varón, le obligaron a
ponerse a trabajar en el pequeño huerto familiar ayudando a su padre y llevando
a la capital el producto de los cultivos los días de mercado, hasta que a los
dieciocho, decidió alistarse en el ejército como voluntario para cuanto antes
cumplir sus obligaciones con la patria.
Sus dotes intelectuales, muy por
encima de la media de su regimiento, pronto le ayudaron a poner en su manga,
primero los galones de cabo de remplazo y los de cabo primero a continuación,
habiendo ejercido su graduación más en funciones de administración que de mando
de tropa. En los últimos tiempos, en previsión de su licenciamiento y vida
civil posterior, consiguió ser destinado a la farmacia del regimiento y aunque
en la misma no había mucho más que las famosas aspirinas militares, las
nacaradas escamas de ácido bórico, el bromuro y otros compuestos antidiarreicos
y bicarbonatados, o desinfectantes alcohólicos y yodados, algodones y vendas,
se familiarizó con los parcos productos de la farmacopea, con la idea de
obtener cuando saliera un empleo en alguna botica de la capital o pueblos
aledaños. Y así fue, tras trabajar como aprendiz dos años en la de su pueblo,
como pasó, a continuación, de mancebo a la de la Licenciada doña Rosa Mortero
en La Llana, dotada del botamen más artístico y abundante de la región,
procedente de los acreditados alfares de El Puente del Arzobispo.
Había incorporado Eufrasio a su
estatura, a su natural físico bien constituido y a la corrección de sus
facciones, la marcialidad de cabo de gastadores y la habilidad del trato con
los mandos, primero, y con la doliente clientela, luego, que le aportaron aquel
atractivo entre las huestes femeninas de la ciudad llanera, del que, desde
hacía tiempo, le tenía confuso y no menos perplejo, tan continuado decaimiento.
—Algo tiene que estar pasando que no
soy capaz de vislumbrar en esta batalla intersexual para que ni las más adeptas
e incondicionales demandantes de mis lúbricas atenciones, no ya no comparezcan
como acudían insinuantes o claramente solícitas, sino que no haya vuelto a
verlas el pelo y mucho menos el vello, se quejaba el ayudante de farmacopola.
Gran curiosidad había despertado en
el don Juan apotecario, en cualquier caso, el sujeto del Ambulatorio del que
había oído menciones laudatorias, tanto en lo concerniente a sus condiciones
físicas cuanto en lo relativo a su fulgurante crédito profesional. Ello le
llevó, con la disculpa de consultar una enrevesada receta de una fórmula
magistral expedida por el viejo pediatra don Filodio del que, sin embargo, de
sobra conocía su temblorosa y deformada letra, a pasarse por el centro
sanitario donde ambos prestaban sus servicios y de visu, comprobar las
condiciones del posible competidor y causante de las defecciones de sus
incondicionales adeptas.
Pronto supo que el susodicho era el
doctor Rubio, especialista en ginecología, lo que aumentó las sospechas del
mancebo de botica, a las que daba pábulo la información de que, desde su
llegada, la lista de espera para ser por él atendidas, había alcanzado la cifra
nunca conocida en el centro, de tres meses.
—Juega con ventaja el muy
sinvergüenza, y ahora me explico mi periodo de estar a verlas venir sin que
ninguna me llegue, salió mascullando Eufrasio, sin acabar, no obstante, de
encontrar explicación cumplida a su absoluto abandono, por mucho que este hubiera
arrancado, más o menos, de la fecha de llegada del tal Rubio, del que, sin
embargo, seguía desconociendo su porte, su estampa y su pelaje. Ya que estaba
allí, podía satisfacer su plena curiosidad, esperando que terminara una de sus
consultas, para como mancebo de la farmacia más afamada de la ciudad,
saludarle, darle la bienvenida, ponerse a su disposición y ofrecerle sus
unilaterales servicios, ya que no eran posibles los recíprocos, lo que, dada la
actividad sanitaria de ambos, no tenía por qué despertar la más mínima
sospecha, antes bien, podría tomarse como una atención afectuosa y de cortesía
semi comercial.
Cinco pacientes ocupaban la sala de
espera. Dos de ellas conocidas como clientas habituales de la farmacia a las
que saludó afectuoso, rogándoles que si no tenían inconveniente le permitieran
pasar a saludar al nuevo doctor, no más de un par de minutos, atención que
unánimemente le fue concedida.
Salió el doctor Rubio a despedir
solícito a la paciente que había atendido, y al ver al mancebo entre sus pacientas,
que se diría ahora en lenguaje inclusivo, quedó en un primer momento
sorprendido, pensando, luego, que sería el esposo o compañero de alguna cliente
o de otra que no había podido asistir a su cita.
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Martes, 11 de Febrero del 2025
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