Opinión

“Frasio” el lascivo mancebo de La Llana (III)

Juan José Sánchez Ondal | Sábado, 15 de Febrero del 2025
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El doctor Rubio, hacia mérito con su rizada cabellera al apellido, mostrando, en contraste con la impoluta bata blanca, fonendo al cuello, una tez bronceada, unos dulces ojos azules, nariz aguileña, labios carnosos y mentón cuadrado, todo ello bajo un atlético cuerpo de estatura ligeramente inferior a la de Eufrasio, lo cual colocó a éste en un estado de abatimiento tal, que a punto estuvo de pedir disculpas y abandonar su intento.

—A lo hecho, pecho. No se rinde un cabo gastador, aunque lleve un mes de ahorro sin ocasión de gastar. No hay enemigo ante el que se doblegue un infante español a las primeras de cambio sin lucha previa por desproporcionados que sean los medios de combate, se dijo el renacido mílite, para darse ánimos dirigiéndose al galeno. 

—Doctor, soy Eufrasio Mozo, mancebo de la “Farmacia Plaza” de doña Rosa Mortero, y solamente quería saludarle, darle la bienvenida a esta ciudad y en nombre propio y en el de la titular, desearle los mayores éxitos y ofrecerle nuestros servicios, le expresó estrechando la mano del doctor que éste retuvo contemplando a Eufrasio con una mirada envolvente y con una cautivadora sonrisa, que le hizo enrojecer y retirar la vista de aquellos ojos claros que parecían diluir cuanto miraban. 

Muy agradecido por su atención y por la molestia de haberse desplazado hasta aquí para hacérmela patente. Encantado de conocerle y no dude de que ya sabiendo donde encontrarle, le devolveré la visita en la farmacia y estoy seguro de que nuestra colaboración ha de ser entrañable. Y ahora, si me lo permite continuaré con mi consulta, le respondió al fin soltándole la mano que había mantenido prisionera entre las suyas. 

O yo ya no distingo el grano de la paja ni la noche del día o éste es de la cáscara amarga, socio militante de la LGTBIQ+, vamos de los que en ejército llamábamos…eso. Pero entonces, si el motivo de mi mensual castidad impuesta…no es la competencia del rubio Rubio… ¿a qué diantres es debida? Estamos donde estábamos, Eufrasio, sin pista y sin norte, permaneciendo la oscuridad causal como la habitual nocturna del solitario parque del alcalde Barriga. 

Sumido en la perplejidad de sus indagaciones fallidas, más contrito que aquejado por las urgencias copulatorias, Eufrasio, se devanaba los sesos en la rebotica tratando de columbrar alguna causa justificativa de la desafección de sus, en otro tiempo, solícitas y satisfechas copulantes.

—No es, lógicamente admisible, que de pronto y sin más ni más, de la noche a la mañana, toda la hueste femenil lasciva de La Llana, que con tanta asiduidad y reiteración acudía, bien franca o bien sagazmente, en demanda de mis favores masculinos, se hubiera retirado de la carnal batalla a sus cuarteles de invierno sin sacar bandera blanca ni exhibir otro signo de rendimiento o abandono.

Repasaba mentalmente la lista de sus más incondicionales y su desconcierto se incrementaba al comprobar que desde hacía más o menos el mes de su ayuno y abstinencia lúbrica, no había aparecido ninguna por la farmacia, ni por ninguno de los bares que solían frecuentar, como si se las hubiera tragado la tierra.

Bien que no hubiera surgido ninguna nueva demandante, pues tampoco la baraja tenía más cartas que las reglamentarias o usuales, pero que ninguna de sus cuatro devotas hubiera acudido, no ya a una novena o a un triduo, sino siquiera al cumplimiento dominical acostumbrado, le distraía y hacía consultar continuamente la receta de la fórmula que preparaba, pues se le iban de la cabeza los gramos pesados en la báscula de precisión, con riesgo de mandar al otro barrio al destinatario de la pócima.

Tampoco estaba en condiciones de compartir sus urticantes dudas con ningún amigo, ya que desde que llegó a la capital, sus relaciones con el elemento masculino no habían pasado de la pura cortesía, habiéndose centrado en fomentar el trato con las criaturas del sexo opuesto, tanto con intención de puro goce carnal, cuanto con una más seria de emparejamiento con la que pudiera ser la madre de sus hijos y compañera de por vida, que hasta el momento no se había presentado. Los antiguos amigos y compañeros de la mili quedaron en el regimiento o se dispersaron por los distintos lugares de su nativa procedencia y no era ocasión, ni tenía el menor sentido andar carteándose sobre la materia, pues poco o nada podrían iluminarle al respecto.

Tu sabrás en que vergel quieres cosechar frutos, o ¿No será que ya pasaste a la reserva después de una efímera novedad que no creó adicción?, en el mejor de los casos, le responderían no sin ser motivo de chacota o befa.

 En este tipo de informaciones una fuente impagable y fidedigna, cegada para él y, teóricamente, para todo el mundo, era el clero secular, pero no se le ocurría forma de conseguir quebranto alguno en el firme propósito de mantener el secreto de confesión de los miembros de la clerecía local. ¡Ah! Tal vez, en cuanto no sujetas a reserva alguna, sino más bien proclives a la difusión de conductas impuras y disolventes, el coro de beatas pudiera ser un importante venero del que beber noticias, si no, general, al menos de alguna de sus huidas partícipes.

—Dieciséis miligramos de bromuro… ¡Ja! En la botica del regimiento lo teníamos y se despachaba a la cocina diariamente. ¿No será la causa de la sedación generalizada de las conversas? Producirá en ellas los mismos efectos que en los hombres, porque a lo que se suele achacar la falta de apetito sexual femenino es a ciertos medicamentos, que bien sé que mis solicitantes no consumen; a la menopausia, en la que no creo que se hallen al menos tres de ellas; a la depresión o estrés, que no tengo constancia que les aqueje a ninguna, o a la ansiedad, y ésta,  bien pudiera tratarse con lo que sana la que estoy empezando a padecer.

La idea de sonsacar información de las conocidas mojigatas, no era para echar en saco roto pues, aunque Eufrasio no era de los que frecuentaban, no ya las sacristías, sino siquiera los templos, la farmacia, en los momentos de soledad clientelar, era proclive a la intimidad; ofrecía un cierto remedo del confesonario y si el dispensador de los medicamentos tenía habilidad e inspiraba confianza, podía obtener valiosas confidencias interesadas. Ello requería que la conducta del interesado mancebo cambiara, adaptándose a las características de las dos o tres clientas gazmoñas o santurronas que periódicamente acudían a por sus tratamientos de crónicas dolientes. Todo era cuestión de irlas aislando y sonsacando información sobre esto o aquello, sobre tal o cual persona con la paciencia, ambages y circunloquios propicios. 

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