Cuando Irene se quedó embarazada de penalti, poco importó
entender cómo había podido ocurrir. Andrés y ella ni siquiera se conocían pues
habían coincidido, por primera y única vez hasta ese momento, en la boda de los
Camacho y Perona. La niña, prima segunda de la novia. El apuesto adolescente,
hijo de los mejores amigos de la madrina. No vivían en la misma ciudad, pues
los Camacho viajaban desde Ciudad Real y los Perona desde Málaga. Por alguna
razón, la unión tendría lugar en Córdoba y el banquete, en una finca, a unos
treinta kilómetros de la capital.
Los niños se miraron enseguida, aunque tardarían en
atreverse a hablar. Ocurrió tras el postre, justo con la apertura de la barra
libre. Allí, en mitad de aquel patio blanco, rodeados de una multitud que les
era por completo ajena, intercambiaron unas pocas palabras, las suficientes
como para perderse, justo detrás de los aseos. Sentados en una piedra de
molino, dieron algunas caladas y bebieron de una botella que Andrés había
birlado de la mesa de sus padres. Coincidieron en lo absurdo que resultaba su
presencia allí. A las bodas no se va con dieciocho años, pues, a esa edad, sólo
se socializa con los de su grupo y se es invisible para el resto. No existen
las mesas de adolescentes en las bodas.
Después de unos tragos, Irene y Andrés experimentaron la
suficiente confianza como para besarse. Apuraron la botella y se encendieron
unos cigarrillos. La luz de la tarde se apagaba y se sintieron, cada vez, más
libres, sabiendo que nadie les reclamaba. A Irene le divertía pensar cómo, a
menos de cincuenta metros de sus padres, bebía, fumaba y se besaba con un chico
desconocido sin que estos le hubieran escrito un «whatsapp» en horas. Cuando
Andrés se adentró de nuevo en el patio para hacerse con otra botella, ella
pensó que las bodas no estaban tan mal, sobre todo si no era la única persona
fuera de lugar.
Lejos de ser un inconveniente, celebrar un casamiento en una
finca tiene sus ventajas. Sin ir más lejos, la cantidad de estancias que pueden
encontrarse, libres de atención por parte del personal, demasiado ocupado en
mantener el orden y prestar servicio a unos invitados, cada vez más exigentes y
caprichosos, a medida que transcurre la barra libre. Irene y Andrés comenzarían
a sentir frío cuando cayó la noche y no dudaron en acceder a una de las
habitaciones, a través de la ventana. Compartían unas caladas cuando sonó el
móvil de Irene. Se dieron un beso y ella salió al patio, prometiéndole volver
al instante. Él se quedó acostado, con el torso desnudo, mientras apuraba el
cigarro. Esa chica le gustaba mucho.
El primero de los autobuses partía a la una de la madrugada
y quiso la casualidad que los padres de Irene y Andrés decidieran regresar al
hotel en este. Separados apenas por unas filas, él se giraba para mirarla.
Seguían siendo invisibles. Parecía increíble como dos personas que, en la vida
normal, se sentían completamente controladas por todo el mundo, pudieran gozar
del más absoluto anonimato en un espacio tan reducido y repleto de quienes
asfixiaban sus rutinas. Irene volvió a divertirse al descubrir la despreocupación
que provocaba la alegría en los adultos, concluyendo que la mayor parte del
tiempo, estos, probablemente, se hallaban amargados.
Las cosas pasan, queramos o no. Sergio vino al mundo
cuarenta semanas después de aquel bodorrio en la finca de Córdoba. Fue
engendrado a la antigua, en una habitación fría, entre dos cuerpos envueltos en
una colcha de ganchillo y paredes encaladas. Además, esa misma noche, se gestó
el divorcio de dos parejas. Tres amigos de toda la vida dejaron de hablarse.
Rojo, a sus treinta y tres años, se quedó dormido en el wáter, despertándose al
día siguiente, con resaca y sin cartera y Lourdes fue despedida al ser sorprendida
por su jefe de barra mientras cambiaba una botella de «Jägermeister» por un
beso de un adolescente muy guapo, que le recordaba a su novio, fallecido meses
antes en un accidente de moto, a la salida de Córdoba.
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Miércoles, 16 de Abril del 2025
Miércoles, 16 de Abril del 2025