Me cuenta Juan Pedro que hace unos días, después del diluvio, cuando atravesaba el puente sobre el arroyo Humanejos camino del hospital, percibió una especial e íntima sintonía con la naturaleza. Apasionado me relata que fue un momento singular pues acababa de amanecer y los rayos del sol iluminaban las verdes hojas de los chopos, fresnos y olmos, y las higueras se manifestaban frondosas, mientras percibía sonidos del aleteo y de los trinos de los pájaros entre las ramas. Además, por su cauce discurría un regato de agua casi transparente.
Me dice que aquel instante de armonía le distrajo la mente frente a la preocupación de una inminente prueba médica. Al final concluyó el relato alegando las bondades de esta lluviosa primavera con la recurrente frase de que "el agua es vida".
Pero a pesar de los intensos chaparrones con que nos han obsequiado las generosas borrascas, utilizar la palabra diluvio me pareció excesivo, aunque debo reconocer que le brillaban los ojillos cuando me lo contaba.
No obstante, y a pesar de su énfasis, a mí la palabra diluvio, como tantas otras cuestiones, me retrotraen a la infancia y, sobre todo, a algunos episodios de la historia sagrada que aprendíamos en el colegio de manera ingenua.
Sin apenas esforzarme, me vino a la memoria Noé rescatando a toda la fauna en una enorme barcaza; padre de la humanidad y seguramente el primer ecologista, del que se dice que plantó el primer viñedo.
Fue a partir de aquel episodio cuando el cuervo empezó a tener mala prensa pues, después de varias idas y venidas, fue la paloma la que trajo la rama de olivo en el pico. Y así como el olivo, árbol milenario y de origen mediterráneo, sigue conservando su prestigio, la paloma y los valores que representa se han deteriorado.
Son aves que siempre han simbolizado al Espíritu Santo y el emblema de la paz, pero ahora, con el aumento de los conflictos armados o la excesiva e incontrolada reproducción como animal urbano y contaminante, son plaga y apenas gozan de consideración.
Hace unos días y a través de la tele hemos vuelto a ver imágenes de la fumata del cónclave para elegir un nuevo Papa. Y allí, sobre el tejado de la Capilla Sixtina, en lugar de palomas, las protagonistas junto a la famosa chimenea han sido las gaviotas; bien es verdad que permanecían ajenas, indiferentes o ignorantes ante las supuestas influencias del misterio, palmípedas que simbolizan la libertad y que ahora, lejos del mar, buscan comida en los vertederos de las grandes urbes.
También en las antiguas escrituras y, volviendo al líquido elemento, tenemos a Moisés que, según dicen, su nombre significa salvado de las aguas. Un líder que separó las aguas del mar Rojo para que los israelitas lo atravesasen en busca de la tierra prometida.
Resultan impresionantes las escenas que el cine de Hollywood nos proporciona en esos largometrajes en cinemascope y tecnicolor que nos reponían cada Semana Santa o en Navidades.
Sorprende ver la enorme barcaza de Noé repleta de animales a la deriva dando tumbos en medio de la tempestad; o el desfiladero de paredes acuosas por donde discurrían las tribus de Israel acaudillados por Moisés empuñando su báculo o cayado. Ni inteligencia artificial ni nada, pura técnica de efectos especiales que nos dejaban pegados a la butaca del cine, estupefactos y boquiabiertos ante la grandiosidad de las imágenes.
Supongo que en algún momento tendré que contarle a mi nieta estas viejas leyendas tan fantásticas como imposibles. Si bien iré tratando de explicarle poco a poco las metáforas que existen en estos relatos bíblicos para que trate de entender.
Lo que no resulta fantástico, sino cada día más evidente, son los efectos del cambio climático. Es cierto que siempre hubo grandes periodos de sequía a los que sucedían algunos años generosos en lluvia, siempre menos, pero que aliviaban la sed de los campos. Ahora, los fenómenos se suceden con más rapidez y más extremos, y esas precipitaciones suelen ser a destiempo y muy localizadas o torrenciales generando catástrofe y tragedias.
No tendré que echar mano de la fantasía para contarle a la pequeña que los ríos de mi tierra son como arañazos en la llanura. Que apenas discurren, que son regueros intermitentes y sus cauces permanecen secos durante el estío. Pero que también ellos, tras el diluvio, el aguacero y la tormenta, son capaces de generar riadas y tragedias en algunas ocasiones.
Sus cauces se reconocen por las norias, por los cañizales y otras plantas que necesitan humedad, aunque cada vez existe menos vegetación de ribera en sus márgenes.
Supongo que tendré que hacer un esfuerzo de memoria para contarle que, alguna vez, entre el cerro de San Cristóbal, más conocido como el cerro de San Blas y el de la Cocinilla discurrió la Cañada del Alamillo, que tan buenos recuerdos me trae, tantos, que estoy deseando que sea mayor para explicarle mis tardes de juegos y meriendas para poder contrastar su infancia con la mía.
El Globosonda: Texto para la Caja Negra de junio del 2025
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Miércoles, 4 de Junio del 2025
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