Europa
está a punto de redefinir —quizá desfigurar— una de las políticas más
emblemáticas de su historia común. La Política Agrícola Común (PAC),
piedra angular del proyecto europeo desde sus orígenes, podría sufrir
una transformación de tal calado que altere no solo su diseño, sino su
propia naturaleza. La propuesta que la Comisión Europea, encabezada por
Ursula von der Leyen, prevé presentar junto al nuevo Marco Financiero
Plurianual abre la puerta a una PAC recortada y renacionalizada.
Lo
que se plantea no es una simple revisión técnica de reglamentos. Se
trata, en realidad, de un cambio estructural que podría vaciar de
contenido el modelo actual de gestión de la PAC. Bajo el nuevo enfoque,
los fondos agrícolas quedarían integrados en planes nacionales
planteados al albur de cada gobierno, condicionados a reformas e hitos
impuestos por Bruselas, incluso en ámbitos ajenos a la agricultura, al
estilo del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Aunque seguirían
existiendo ciertas normas comunes, la orientación estratégica y la
condicionalidad de los fondos se trasladarían a un plano nacional, más
fragmentado, menos coordinado y menos previsible.
Este
modelo, además, rompería los equilibrios del mercado interior: los
agricultores de unos países competirían en desigualdad de condiciones
frente a otros, generando distorsiones, fragmentación y tensiones que
afectarían al conjunto del sistema agroalimentario europeo. Se pondría
en cuestión uno de los principios fundacionales del proyecto europeo: la
igualdad de trato entre productores en un espacio común sin fronteras.
Más
allá de su arquitectura, el aspecto más preocupante es el recorte
presupuestario que se baraja. Fuentes del propio Ejecutivo comunitario
trabajan ya con escenarios de reducción del 15 % al 20 % del presupuesto
agrícola, lo que supondría para España una pérdida de entre 6.600 y
8.800 millones de euros en el periodo 2028-2034. Una cifra difícil de
asumir para un sector que sigue soportando la volatilidad de los
precios, el aumento del coste de los insumos y los efectos del cambio
climático.
Ursula
von der Leyen será recordada como la presidenta de la Comisión que
convirtió la deuda común del Next Generation en un boomerang contra los
agricultores. Porque eso es exactamente lo que está ocurriendo: para
devolver los préstamos emitidos durante la pandemia, se plantea recortar
la PAC. ¿Tiene sentido que el campo europeo —que sostuvo la seguridad
alimentaria cuando todo fallaba— sea ahora quien financie la
recuperación del resto de sectores productivos? Nadie discute la
necesidad del programa Next Generation ni la importancia de sus
objetivos. Pero si sus inversiones han servido para modernizar procesos
productivos y avanzar en digitalización y sostenibilidad, tal vez deban
ser esos mismos sectores quienes asuman ahora el esfuerzo del retorno.
El campo ya contribuye a esa transición; lo que no puede es financiarla
solo.
Es
necesario, además, situar este debate en el marco más amplio del
presupuesto europeo. La Unión ha asumido, con razón, nuevos compromisos
en ámbitos como la defensa, la seguridad o la digitalización. Pero esos
compromisos deben financiarse desde una lógica de reparto justo del
esfuerzo. La PAC y la Política de Cohesión no pueden ser las únicas
sacrificadas para cuadrar las cuentas, ni convertirse en la variable de
ajuste para saldar una deuda que benefició a otros muchos sectores
económicos, sociales y territoriales.
El
posible desmantelamiento del segundo pilar de la PAC, el dedicado al
desarrollo rural, acentuaría aún más la fractura territorial. Este
instrumento es el que permite dinamizar la economía de las zonas
rurales: inversión en explotaciones, impulso a la agricultura ecológica,
apoyo al relevo generacional, modernización de regadíos o servicios
básicos en municipios en riesgo de despoblación. Su pérdida supondría
dejar a muchos territorios literalmente fuera del mapa de la inversión
pública europea.
Hoy,
más del 80 % del territorio español es rural, y en él se concentran
comarcas enteras que solo acceden a servicios esenciales —conectividad,
transporte público, atención primaria o agua potable— gracias a la
financiación del segundo pilar de la PAC. Esta herramienta ha permitido
modernizar regadíos, mantener escuelas rurales, reforzar consultorios
médicos y financiar proyectos de digitalización, energías limpias o
emprendimiento femenino. Sin ella, la igualdad de oportunidades entre
territorios dejaría de existir. Y todo esto sucede mientras también se
perfilan recortes significativos en los fondos de cohesión, lo que añade
una amenaza adicional para las regiones más vulnerables de Europa.
Y
todo ello, en un momento en el que buena parte del sector agrario ha
empezado a asumir, con realismo, que es necesario adaptarse al cambio
climático. Cada vez más agricultores comprenden que no puede haber
viabilidad a medio plazo sin transición ecológica. Pero esa transición
no puede imponerse por decreto, sin red de apoyo, sin acompañamiento
técnico ni financiero. Otros sectores, como el automovilístico o el
energético, han contado con marcos de transición estructurados,
inversiones masivas, calendarios flexibles y fondos específicos. El
campo, con esta merma presupuestaria, se enfrenta a un doble castigo: se
le exige más y se le recorta la ayuda para lograrlo.
En
estas condiciones, muchos agricultores medianos y pequeños se verán
obligados a abandonar sus explotaciones, incapaces de afrontar los
costes crecientes con menos apoyo público y mayores exigencias. Los más
grandes, por su parte, podrían verse tentados a deslocalizar su
producción fuera de la UE, en países donde los costes son más bajos y
los estándares sociales, ambientales y sanitarios mucho menos exigentes.
Esta tendencia, lejos de ser una hipótesis teórica, ya empieza a
manifestarse en determinados sectores.
El
resultado será un mercado europeo cada vez más dependiente de alimentos
importados, más baratos pero de menor calidad, producidos con prácticas
menos sostenibles y en condiciones laborales que Europa no aceptaría en
su propio territorio. Una paradoja amarga que fuerza al agricultor a
tirar la toalla, dejando el paso libre a productos importados más
baratos, a los que recurren los consumidores en busca de llenar la cesta
de la compra con precios asumibles. Sin ayudas, el agricultor no puede
asumir las exigencias europeas sin elevar los precios, y al hacerlo,
pierde la batalla frente a productos foráneos que no respetan nuestros
estándares. Los productos europeos de calidad quedan arrinconados,
accesibles solo para unos pocos, mientras se vacía la base productiva
que los sostenía.
Una
transición justa para el campo no es una consigna, sino una necesidad
estratégica. Sin ella, la agricultura europea no podrá sostener ni la
soberanía alimentaria, ni los objetivos climáticos, ni la cohesión entre
territorios.
A
este escenario se suma otro hecho institucionalmente preocupante: por
primera vez, la Comisión parece dispuesta a presentar su propuesta sobre
la PAC sin esperar la posición del Parlamento Europeo, y prevé hacerlo
el próximo 16 de julio, junto al nuevo Marco Financiero Plurianual. Una
alteración del equilibrio interinstitucional que debilita el debate
político y limita la participación de los representantes legítimos de la
ciudadanía en el diseño de una política clave.
En
este proceso, el Partido Popular Europeo asiste con pasividad,
almibarado por el canto desregulador que promueve una revisión a la baja
del Pacto Verde. Convencido de que esta Comisión rebajará las
exigencias climáticas, el PPE parece complacido, aun a costa del campo.
Con la anestesia puesta, no solo digieren sin protesta el mordisco
presupuestario, sino que incluso se disponen a aplaudirlo, ajenos a que
la desertificación, las DANAs, los pedriscos y las temperaturas extremas
seguirán creciendo, aunque aún no logren despertarlos de su autoengaño
climático.
No
se trata de rechazar nuevos objetivos europeos, ni de oponerse a una
Europa más fuerte en defensa o más innovadora en digitalización. Se
trata de defender que no hay Europa posible sin agricultores. Que la
soberanía alimentaria también es estratégica. Que la sostenibilidad no
se construye castigando a quienes deben aplicarla.
La PAC no es una reliquia del pasado. Debe ser una inversión de futuro.
Y si Europa quiere seguir siendo un referente de cohesión, justicia
territorial y liderazgo climático, necesita mantener fuerte, común y
bien financiada su política agrícola. Renunciar a ella no sería
modernizar Europa: sería desfigurarla.