Tomelloso

Dos miembros del Servicio de Vigilancia del dominio público hidrúlico de la CHG amenazados de muerte por un agricultor en Tomelloso

La Voz | Domingo, 6 de Julio del 2025
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En la vasta planicie de la Mancha Oriental, donde el sol abrasa y el horizonte se funde con la tierra reseca, un puñado de personas libra a diario una batalla solitaria y silenciosa. Son los agentes del Servicio de Vigilancia de la Comisaría de Aguas de la Confederación Hidrográfica del Guadiana (CHG), encargados de una misión tan crucial como ingrata: controlar el uso legal del agua, un bien cada vez más escaso y disputado en una región donde las masas de agua, Mancha I y Mancha II, Rus Valdelobos o Sierra de Altomira, llevan años al borde del colapso.

Estos vigilantes del agua, apenas conocidos por la opinión pública, operan en condiciones que rozan lo precario. Cada uno cubre una media de 100.000 hectáreas, equivalente a casi 1.000 km², de manera individual ante la dificultad de mantener al personal que prefiere marcharse a otros destinos más tranquilos al poco tiempo de ingresar. Su labor consiste en inspeccionar pozos, controlar lextracciones, verificar derechos de uso y, cuando toca, denunciar. Y ahí empieza su verdadero calvario.

La pasada semana, en Tomelloso, dos de estos agentes fueron amenazados de muerte por un propietario agrícola tras sorprenderlo regando ilegalmente una viña desde un pozo sin autorización. La denuncia, que puede derivar en una sanción cuantiosa, no cayó bien en una tierra donde el agua es oro líquido y el acceso al riego marca la diferencia entre la ruina y la rentabilidad.

El caso, que ha encendido todas las alarmas en la CHG, no es aislado. “Las amenazas veladas, las presiones, los insultos y el aislamiento son parte del día a día”, explican los miembros del servicio. “Tenemos que vivir en los mismos pueblos que los agricultores a los que sancionamos. Es imposible no cruzártelos en la panadería o en el bar. Y somos el enemigo para muchos”.

Esa convivencia forzosa y el estigma social asociado a su labor convierten a estos vigilantes en figuras incómodas. “No somos ni guardias civiles ni inspectores de Hacienda, pero nos ven peor”, apunta otro agente. Su trabajo, a diferencia de otras inspecciones administrativas, afecta directamente a la supervivencia del modelo agrícola de regadío, especialmente en cultivos como la vid, el melón o el pistacho, cuya rentabilidad depende muchas veces de extracciones ilegales de agua.

Sin embargo, su labor es vital para evitar que la sobreexplotación de los acuíferos —muchos de ellos en “mal estado cuantitativo y químico”, según los informes de la propia Confederación— acabe por secar definitivamente ríos y lagunas ya muy mermados. La paradoja es que, aunque el servicio actúa como último dique de contención frente al expolio del agua, su imagen pública es negativa o, en el mejor de los casos, inexistente.

“Ni los agricultores nos quieren, ni los ecologistas nos valoran”, resume un veterano del cuerpo. “Unos nos odian por denunciar, otros por no hacer lo suficiente. Pero nadie se para a pensar en que somos cuatro gatos haciendo lo que podemos con sueldos ridículos”.

Y es cierto. Los salarios del personal de vigilancia rondan cifras poco atractivas para un trabajo que combina responsabilidad jurídica, presión social y riesgo físico. En contraste, las sanciones que tramitan pueden alcanzar cifras millonarias. “No es raro que una denuncia por captación ilegal se traduzca en multas de decenas de miles de euros, incluso más si hay reincidencia o daño ambiental severo”, afirman fuentes internas. Ese desequilibrio entre la magnitud del daño que gestionan y la precariedad con la que lo hacen evidencia una dejadez institucional preocupante.

Además, el desánimo cunde. “Pones una denuncia, te juegas el tipo, y al final ves que el río sigue seco, que el acuífero no sube, que el pozo ilegal vuelve a abrirse tras unos meses”, lamenta un agente. Los procedimientos sancionadores son largos, la respuesta judicial es lenta y, en algunos casos, las extracciones ilegales acaban regularizándose por presión política o necesidad agrícola.

En este contexto, la pregunta que flota es inevitable: ¿quién cuida del que cuida el agua? La protección efectiva del personal de vigilancia, su dotación de medios suficientes y el respaldo social e institucional son condiciones mínimas para que su labor pueda tener algún efecto real. De lo contrario, la defensa del dominio público hidráulico —uno de los bienes más estratégicos para el presente y el futuro de nuestra tierra— quedará en manos de un colectivo exhausto, invisible y socialmente defenestrado.

Porque mientras el agua se va, con ella también se evapora la confianza en que alguien esté velando por el bien común.


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